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Tiempo de Lectura – Miradas sucesivas que recaen unas sobre otras

Fotografía de un mural de arte urbano: “Movimiento estático”

  Autora: Yasmín Romo Velasco, Capturada en un muro del Barrio de Analco, Puebla, México, Año: 2018.

 

Eduardo Pineda Villanueva – Ciudadano del mundo – México

 ep293868@gmail.com 

 

La mano del dibujante puede crear, casi de la nada, una realidad insospechada, inimaginable siquiera hasta que la hace existir, puede develar una fracción del universo que no estaba en la realidad hasta ese momento, el dibujante es un creador y se diferencia de Dios porque ninguna de sus creaciones le desobedece: no va a echarles del paraíso.

El dibujante decide sus destinos, los aprisiona en un polígono de superficie lisa, a veces porosa; en lugar de células, construye sus cuerpos con granulaciones finísimas de carboncillo, argento, oro, plomo o arcilla colorada.

No necesita más que suponer que los cuerpos se articulan, no los articula de verdad, finge sus movimientos aprovechando la luz y las sombras y las graduaciones de ambos estados ópticos. Los hace habitar dentro de los límites geométricos de su lienzo, pero extrapola sus partes fuera de él usurpando la memoria del observador de sus trazos. Crea desde la punta de su lápiz y recrea en cada observador su obra; transita de la estaticidad del dibujo al eterno movimiento de las mentes de sus observadores.

Es una creación divina porque no evoluciona y así garantiza que no se transformará su idea original. En cambio, la creación de Dios ya se transformó de cómo era en un principio. Si Dios creo el cielo y la tierra y lo que en ellos habita, entonces esa creación hoy, es distinta de cómo fue cuando él la creo. La obra de Dios evoluciona, la del dibujante permanece. Pero la obra de Dios fue, seguramente, hecha así, con esa capacidad de evolucionar para prevalecer. En cambio, la del dibujante no, no necesita evolucionar, prevalecerá en el lienzo y en la mente del observador, siempre. Otro, es el escritor, que, si bien puede inventar haciendo uso del lenguaje, su imaginación, miedos, deseos, su inconsciente, su entorno, aquello que otros le han contado, su experiencia, sus conocimientos, información, etc. También puede retratar con el lenguaje aquello que contempla.

El escritor es un fotógrafo que deforma la imagen, un pintor de letras, un conversador eterno, porque aún después de muerto platica con sus lectores a través de sus líneas.

¿Qué ocurre cuando un escritor relata las contemplaciones de los dibujos contenidos en un bestiario?

¿Qué pasa cuando la creación de Dios que evoluciona se detiene y paraliza en un lienzo?

¿Cuál es resultado del dibujante y el escritor que congelan la obra de Dios y hablan sobre ella en palabras que retratan tanto al animal como al dibujo del animal? Porque tarde o temprano (por acción de la evolución) el animal del que se habla ya no existirá, pero el dibujo sí.

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Ya en cautiverio, el rinoceronte es una bestia melancólica y oxidada. Su cuerpo de muchas piezas ha sido armado en los derrumbaderos de la prehistoria, con láminas de cuero troqueladas bajo la presión de los niveles geológicos. Pero en un momento especial de la mañana, el rinoceronte nos sorprende: de sus ijares enjutos y resecos, como agua que sale de la hendidura rocosa, brotan el gran órgano torrencial y potente, repitiendo en la punta los motivos cornudos de la cabeza animal, con variaciones de orquídea, de azagaya y alabarda.

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Tal vez esa es la grandeza del Bestiario “Punta de Plata” de Juan José Arreola con los nobles dibujos de Héctor Xavier. Tal vez aquel bestiario es más bien poesía animal que descripción taxonómica, biológica o naturalista. Sin embargo, en esta última disciplina vemos con claridad cómo se difumina el conocimiento científico con el arte poético.

El naturalismo es contemplación y admiración que lleva al conocimiento, es construcción de las explicaciones del mundo natural en una mezcla de retórica y realidad. Nombrar, clasificar, enunciar la historia natural de un organismo vivo o fósil solo en función de aquello que la naturaleza nos permite ver de sí misma. El naturalista requiere la venia de la naturaleza para hablar de ella, para dibujarla o explicarla. No así el científico, él más bien ultraja la naturaleza, la corrompe, la destruye, la disecta, la examina.

En la contemplación naturalista existe mucho de meditación, se requiere de una anticipación del espíritu para adentrarse en el bosque o la selva, se requiere eximirse de la soberbia propia del ser humano y retomar la postura de ser solo uno más en medio de toda la creación. Como dijera Carl Sagan: ser polvo de estrellas mirando las estrellas.

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Con todos sus derroches de técnica, que complican extraordinariamente su galope y sus amores, la jirafa representa mejor que nadie los devaneos del espíritu: busca en las alturas lo que otros encuentran a ras del suelo.

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En el medio natural, desprovisto del ajetreo de las sociedades humanas, el naturalista se encuentra de pronto en una inmensidad que desconocía, la sospechaba pero la desconocía; de pronto es absorbido por los aromas vegetales, las formas cambiantes de las nubes, el clima impredecible, las texturas de las cortezas lignificadas, los sonidos fugaces de los insectos que le rondan la cabeza, los movimientos ágiles e inverosímiles de los mamíferos pequeños, el revoloteo entre los arbustos de los cuadrúpedos herbívoros, el viento que parece que se corta por aleteo de las aves, el calor que asciende, la noche que se aproxima y el sueño del explorador en su tienda de campaña.

El Siglo XVI fue el siglo de las exploraciones y el descubrimiento de nuevos mundos y nuevos paisajes. El explorador hispano, portugués o anglosajón, acostumbrado a su entorno frío y monótono se encontró de súbito con selvas africanas, con bosques americanos y paisajes caribeños.

No había otra postura más que la impavidez ante tal asombrosa postal, y, una vez movido por esas emociones, los relatos naturalistas no eran otra cosa que poesía natural, filosofía natural y dibujo natural. El carboncillo y el argento manchaban las hojas de los infinitos biblos renacentistas, eran dibujos que retrataban un paisaje o un organismo, pero estaban nutridos de la emoción del artista, no importaban tanto las descripciones taxonómicas o anatómicas como la luz y las sombras o el difuminado en los pliegues del pelo o las plumas. Igual pasaba con las estructuras vegetales, las venas de cada hoja entre la tenue clorofila, las vellosidades de los tallos, los rizomas de las plantas que se enredan, la multiplicidad de colores de las flores, variadísimas y caprichosas formas: triangulares, pentadas, circulares, estelares, ovales, hexagonales, pendulantes, todas, todas ellas embriagando la vista y el olfato del caminante. Se escudriñaba el sentir de los seres del bosque, sin siquiera saber si éstos sentían, se anticipaba la acción en respuesta de un estímulo, se buscaba el para qué de cada estructura de cada ser vivo: Para qué el cuerno del alce, para qué la pesuña de la cabra, para qué el pico del ave… Y se construía una historia natural con las respuestas, era como si se escribiera la historia de la creación, pero lo que se estaba escribiendo era en sí la historia de la evolución. Varios siglos después, Juan José Arreola, tras sostener en sus manos los dibujos de Héctor Xavier, sintió la necesidad de escribir breves relatos de cada animal ilustrado, al estilo renacentista con la finalidad de dar texto fotográfico e intuitivo al retrato de Xavier sobre algunos seres de famoso zoológico mexicano.

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Antes de devorarlas, el búho digiere mentalmente a sus presas. Nunca se hace cargo de una rata entera si no se ha formado un previo concepto de cada una de sus partes. La actualidad del manjar que palpita en sus garras va haciéndose pasado en la conciencia y preludia la operación analítica de un lento devenir intestinal. Estamos ante un caso de profunda asimilación reflexiva.

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En los bestiarios antiguos incluso se hallan seres no reales bajo el constructo fundado en seres reales. Alebrijes tal vez, personajes mitológicos como los pegasos o las sirenas, minotauros se sucedían a monos y cocodrilos antelaban a dragones en las páginas de los libros de primitivo naturalismo europeo. La naturaleza echaba a volar la imaginación, se relataban también entramados sociales, cadenas alimenticias, rituales de cortejo, ceremonias de iniciación, marchas fúnebres y demás extrapolaciones humanas al mundo animal. Hojear hoy un bestiario renacentista es como mirar a otros mundos, a otras estrellas. Se antoja entrar en esos paisajes y mirar aquellas bestias; es un universo de ficciones que pareciera que podrían ser.

Un bestiario es lo posible pero improbable.

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Entre la abierta hostilidad del lobo, por ejemplo, y la abyecta sumisión del mono que es capaz de sentarse en familia a desayunar en nuestra mesa, existe la cordial mesura del oso que baila y monta en bicicleta, pero que puede excederse y triturarnos en el abrazo. Con él siempre es posible entablar amistad, guardando las distancias, si es que no llevamos un panal en la mano.

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El enciclopedismo había ya tomado cierto auge en la Europa renacentista, se trataba de compilar en una sola y basta obra todo el conocimiento posible y “encapsularlo” protegido del tiempo que, feroz, pasa inadvertido, pero dejando su lastre de antigüedad a las vanguardias. Aun hoy se conservan las enciclopedias antiguas con valor de curiosidad ante la pregunta: qué se sabía en ese tiempo, y con la subsecuente interrogación: qué se sabrá después. Cada enciclopedia es un punto de intersección en la red del conocimiento humano.

Pero no sólo bastaba encapsular el conocimiento en hojas forradas, había que poseerlo físicamente para su posterior admiración y posible estudio. Entonces surgieron de manera copiosa los museos y las colecciones y los naturalistas no se quedaron atrás, cientos de vitrinas con insectos clavados por un alfiler, frascos con formol ahogaban peces, anfibios y mamíferos fetales, cuerpos adultos de aves disecados en las paredes pendían como en eterno vuelo, saleas en los sillones exhibían pelajes de rumiantes gigantes, cabezas de alces y búfalos, soportadas en las paredes altas de los estudios, restos de plantas en estricta organización, desde las radículas hasta las hojas se prensaban entre papel y madera para resecarlas y poseerlas para siempre; también habían conchas de moluscos y huesos por doquier en frascos secos o mostradores de vidrio, dientes, colmillos, molares, huesecillos de rótulas y codos, ojos en alcohol, órganos pequeños atrapados en parafina helada, cuerpos completos en posición de ataque, todo, todos los seres de los paisajes recorridos estaban ya representados en las colecciones protocientíficas.

Y, por otro lado, estaban las colecciones vivas, en jardines botánicos y zoológicos, recreando los paisajes naturales e intentando contener a ejemplares representativos de poblaciones y comunidades animales y vegetales. Tal fue la contemplación y admiración de los naturalistas que la quisieron perpetuar y lo lograron. Y es que el naturalista es un ser vivo estudiando a la vida, es decir, es la vida que se estudia a si misma.

Pero, ¿Qué es eso a lo que llamamos vida?

Sólo una posible respuesta podrá ser válida: La vida es un proceso de generación y transmisión de información con la capacidad de evolucionar y permanecer. La vida es un fragmento de Dios, de ese motor inmóvil que si se mueve, la vida es un fragmento de Dios que si muta, que si cambia, que si avanza y retrocede, que no es perfecto, que no sabe de bien y mal, que está más allá, que simplemente “es”. La vida en sí es un fragmento de Dios que renunció a ser Dios y se reveló contra la inmutabilidad. Y en su bestiario, Arreola y Xavier hablan y dibujan, entonces, acerca de la vida: la parte rebelde de Dios.

[…]

—No hay más remedio. Me dicta o me dicta. Arreola se tumbó de espaldas en el catre, se tapó los ojos con la almohada y me preguntó: —¿Por cuál empiezo? Dije lo primero que se me ocurrió: —Por la cebra. Entonces, como si estuviera leyendo un texto invisible, el Bestiario empezó a fluir de sus labios: ‘La cebra toma en serio su vistosa apariencia, y al saberse rayada, se entigrece. Presa de su enrejado lustroso, vive en la cautividad galopante de una libertad mal entendida’. José Emilio Pacheco sobre la construcción del Bestiario

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