Para cuando me case ya tengo gato Archivo - Archive Arte -Art Cuentos Número 9 - Julio 2020 12 de julio de 2020 Prof. Gerardo Molina – Poeta y Escritor – Uruguay gerardomolinacastrillo@gmail.com Jacinto –paisanito en cierne-, de talante gentil, sencillo y curioso, gustaba de vez en vez hurgar en los pocos libros que había en el rancho de sus padres, algunos del tiempo de sus bisabuelos. Y una noche, repasando páginas, leyó: Para cuando me case ya tengo gato. En principio, tomó la frase al pie de la letra, pero en seguida intuyó que iba más allá, hacia el tiempo que soñaba: estar de novio, juntar las pajitas para el nido, levantar su propio hogar. Y, a pesar de que había comprendido muy bien el sentido de aquellas palabras, una tardecita, cuando fue a rejuntar la majada, encontró un gatito barcino abandonado. No lo pensó dos veces y lo trajo para las casas, mientras, sonriendo, recordaba para cuando me case ya tengo gato. Después de todo, por algo se empieza. Y llegó el momento de enamorarse: una vecinita de trenzas primorosas comenzó a hacerle cosquillas en el corazón, tanto que no perdía oportunidad de pasar frente a su casa, ornada por un breve jardín, cuyas rojas corolas encendían aún más su incipiente pasión. Pero, he aquí que, extremadamente tímido, no sabía cómo reclararse. Aunque con las miradas ya se habían dicho todo sin decirse nada. Buscó en sus recuerdos, algunas rilaciones que aprendió cuando ensayaba el pericón, para la fiesta de fin de cursos de su último año en la escuelita rural del pago. También, como sucede a casi todo adolescente enamorado, soñando y ensoñando, pergeñó estos versos: En la “linda” de tus ojos Atrapado me quedé. ¿Cuándo me abrirás, mi prenda, las tranqueras del querer? Cayó entonces en la cuenta de que, en aquellos viejos libros, había visto uno que leyera de niño, sólo porque tenía la avidez de la lectura, ya que no entendía ni papa de las situaciones que allí se planteaban, cuando creyó que podía encontrar algún tipo de aventura más parecida a las que se proyectaban en las matinées domingueras del Cine París. Apresurado, entró en el rancho y fue derechito al arcón que atesoraba aquellos infolios. Sin tapas, pero con sus páginas íntegras, se ofreció generosamente a la inquietud que lo atenaceaba: Cartas amorosas para los enamorados. Dado vuelta, al lado de donde originalmente estuvo la contratapa, el índice lo asombró: Declaraciones. Quejas. Despedidas. Reconciliaciones. Rupturas. Cartas de amor: modelos sacados de los grandes autores. Pequeño vocabulario o manera de escribir cartas con flores. Tabla de fiestas o calendario de los amantes. Máximas y pensamientos sobre el amor y los enamorados. Nueva y verdadera clave de los sueños. Sin embargo, todo eso le parecía muy lejano, como de otros mundos, ajenos a su vida sencilla, a sus sentimientos nacidos con la misma naturalidad y certeza del destino con que, cada día, las brisas efímeras visten el cielo de los campos, fluye la riente armonía de la cascadita del valle o las nuevas flores se asoman, asombradas, ante el delirio de la luz, para despertar nuevas sonrisas en el rostro de su amada. Fue pasando el tiempo, Jacinto vivía misteriosamente en los sueños de la joven y ella, en los suyos. Feliz, entre silbo y canto, a imitación de los horneros, fue haciendo el nido. Hasta que, un día, decidido ya, no importaba que nunca se lo hubiera dicho, ensilló la yegua, algo bellaca ¿o celosa? en esos momentos y, con un galope corto, llegó hasta las puertas mismas del rancho de Lucía. Ella apareció bellísima en su limpia pobreza, con su vestido floreado de zaraza y sus trenzas primorosas. En sus manos tenía un atadito –liado con sus sueños de novia- segura de que todo estaba bien. Y él, ahora sí, dueño y señor de su destino, sacándose el sombrero, con una leve inclinación de cabeza, poseído de una inspiración que, por fin, afloraba, la invitó –perentoria y convincentemente: Subite nomás, mi prenda, Que la yegua está escarceando, Apurada como yo por llevarte a nuestro rancho. Y la senda, ornada de macachines, fue abriéndose al trotecito ahora compadrón de Felisa, que resoplaba y erguía sus orejas, sabedora del tesoro que llevaba. Mientras, Jacinto, con una sonrisa plena, volvió a recordar la vez que leyó la frase: Para cuando me case ya tengo gato porque, al fin, había colmado sus esperanzas de enamorado: No sólo gato, ahora ¡lo tenía todo!