You are here
Home > Archivo - Archive > Las curvas del tiempo por Federico Ferroggiaro

Las curvas del tiempo por Federico Ferroggiaro

 

Mag. Federico Ferroggiaro – Profesor de Letras – Escritor 

Rosario – Argentina – fferrogg@gmail.com

 

Las curvas del tiempo *

Salí de la ducha y la encontré desnuda, sentada en canastita en el centro de la cama. Su mirada extraviada me desalentó; advertía que no estaba esperándome con una intención erótica. Ella se había bañado apenas entramos en la habitación, después de cumplir el rito hotelero del check in, y si bien estaba seca, todavía no se había cambiado. Tiempo había tenido, de sobra, para cubrirse lo prioritario, y más con la ansiedad que compartíamos por salir a recorrer el primer destino de nuestro viaje.

Al detenerme en su gesto, descubrí un quiebre, una turbación, quizás un dolor que no había observado en Meche en los seis años que llevábamos juntos. A ver: era la misma que había estado doce horas en el avión, a mi lado, y al menos otras tres cruzando migraciones, recogiendo las valijas y en el taxi, pero sus facciones irradiaban ciertas notas de espanto que opacaban su desnudez familiar.

─¿Qué pasa Meche? ¿Por qué no te vestiste? ─inquirí estático, sosteniendo mi toalla en la cintura y buscando dentro de la pieza, con disimulo, algún indicio de su estado.

La ventana abierta y los sonidos de la calle subrayaban el silencio, la demora en la respuesta que postergaba. Insistí dos veces; le pregunté también si se sentía cansada o mareada.

─Ya estuve acá, Fernando. Estuve en este hotel, en esta habitación, en esta cama ─enumeró con un murmullo aciago.

Era imposible, y se lo hice notar, a menos que me hubiera mentido y que este no fuera su primer viaje a Europa, como en verdad lo era para los dos y por eso, desde los preparativos hasta entonces, el entusiasmo y la euforia nos habían mantenido activos y excitados.

─Sí, pero yo ya estuve acá… y lo peor es que sé lo que va a pasarme ─me anunció, y el brillo de las lágrimas anegaron sus ojos─. Volvamos a casa, por favor, quiero que nos vayamos.

Estas premoniciones ─por algo son infrecuentes y aprendemos a ignorarlas─ resultan de por sí angustiantes, un vaticinio cruel de la desgracia. La incredulidad es el dique que las contiene. Otro modo de resistirlas es la negación; quizás la huída sea la reacción más sensata. Pero entonces yo no podía ceder al ruego de Meche, iba contra mis deseos y mis intereses, contra todos nuestros planes largamente madurados. El egoísmo también es fundamental en el amor, cuando este no es abyecto ni sumiso, y no creí que me estuviera exigiendo que la obedeciera, sino que la ayudara a superar las turbulencias de aquel trance.

Con trabajo, logré sacarla del hotel convenciéndola de que la brisa y el sol madrileños disiparían sus sensaciones nefastas. Culpé al jet lag, al cambio de huso horario y de clima, ─pasar sin transición del invierno al verano─, a que en esta aventura habíamos invertido tantas expectativas como dinero. Ella se dejó persuadir sin renunciar a sus miedos. Ni la Gran Vía, ni la puerta del Sol, ni las vidrieras del Corte Inglés, ni siquiera el hervidero vespertino de la Plaza Mayor, lograron desarrugar su ceño. No me permitió que la fotografiara, ni dejó que le comprara una pañoleta flamenca en un puestito de chorradas, de esos que seducen a todas las turistas primerizas. Al fin, nos detuvimos en una terracita escondida y animada, pero no pude interesarla contándole que allí había comenzado el periplo de Max Estrella, el héroe de Luces de Bohemia. La verborragia de nuestros vecinos de mesa, un sexteto de alemanes que se hidrataban con cervezas, acrecentó el pavor que empalidecía el rostro de Meche.

─Vámonos, Fernando, por favor, por lo que más quieras, salgamos ya de acá, vamos al aeropuerto ─me suplicó volcándose sobre mi brazo, clavándome las uñas mientras iba recitando su plegaria.

Comprensivo, la dejé desahogarse en mi pecho, acariciándole el cabello, la oreja con el aro de perla y el cuello, mientras le susurraba palabras alentadoras como las que se le dicen a un deudo o a un niño que se ha golpeado. Le aseguré que solo necesitaba descansar, reponerse, y nos encaminamos rumbo al hotel cuando las luces se encendían y los vendedores ambulantes desplegaban sus mantas. Oscurecía tarde, la noche no estaba apurada, y me lamenté porque ese súbito regreso me dejaría sin cena, con hambre. Pero mi prioridad era que ella se tranquilizara. Eso me decía para convencerme, cuando un peatón de sobretodo gris que llevaba nuestra dirección, pero avanzaba a paso rápido, chocó para adelantarse la espalda de Meche, que trastabilló soltando un quejido, un grito agudo, horrorizado. Insulté al desconocido, que se perdió entre los paseantes, reparando en lo absurdo de su atuendo: un sobretodo con más o menos treinta grados. No dudé que, aunque inoportuno, se trataba de un disfraz tan obvio que no podía tener el fin de ocultar a quien lo llevaba. Ese hecho aumentó su inquietud y las cuadras que faltaban las hizo como una fiera acechante, oteando alrededor como un periscopio dislocado.

Entrar en la pieza la ayudó a sentirse a salvo. Se negaba a hablar de lo ocurrido, y de sus temores, así que abreviamos las operaciones esenciales para tumbarnos sin demoras ni diálogos en la cama. Admito, ahora con culpa, que busqué con avidez su cuerpo en la penumbra y que me ofendió su rechazo.

─No, Fernando, no quiero que sea más difícil ─fue el argumento tan hosco como críptico que empleó para justificarse.

Giré deliberadamente para darle la espalda. Antes de arrepentirme, sentí que el cansancio cinchaba de mi mente y tenues, confusas, impredecibles, se empujaban las imágenes del avión, el zumbido de los motores, las guías de turismo leídas durante meses y las primeras imágenes reales de nuestro viaje.

No pasó una buena noche. Yo tampoco, por supuesto, por eso los puritanos y los sabios no comparten el lecho con sus mujeres. Recuerdo los temblores, primero, una suerte de llanto con hipos que parecían de un animal, en medio de la madrugada, y su perfil recortado en la ventana, cuando las luces del amanecer se empezaron a escurrir dentro del cuarto.

─Te desvelaste, ¿cierto? ─le pregunté provocándole un susto que la puso en guardia. Me apenaron sus ojeras, el cabello como un trapo estrujado, los labios lastimados y resecos. Le propuse, resignado, que llamáramos a un médico.

─Ya vas a verlo después ─, anunció lúgubre.─ Y no va a curarme.

No entendí; supuse que exageraba y tampoco quería enredarme en sus temores, en esa marea pesimista que terminaría por ahogarnos en el oleaje de una pelea. Me levanté para darle entre mis brazos seguridad y afecto. Estaba fría y su tensa pasividad ante mi gesto, la volvía extraña, hostil, ajena. Se negó a acompañarme a desayunar y dijo que se daría una ducha para tratar de relajarse, para quitarse la resaca de la noche en vela.

Medité largamente, con el café con leche y las tostadas, la crisis de Meche. Era evidente que sus nervios estaban afectados y que si se trataba de un deja vú, se prolongaba por más tiempo del habitual; por lo que tengo entendido, es apenas un segundo, unos instantes, y ya íbamos por las quince horas, según mis cálculos. Sopesé las opciones accesibles: sedarla o tratar de distraerla en un museo, el Reina Sofía o el Prado. Descartaba abortar el viaje a un día de haberlo empezado. Dispuesto a demostrarle que sufría una súbita paranoia, me retiré del comedor en dirección a los ascensores.

No esperaba encontrarla caminando con decisión por el palier, dirigiéndose hacia la calle. La sorpresa me impulsó a gritar su nombre pero, aparte de alterada, estaba sorda o bien iba tan distraída o ensimismada que no podía escucharme. Me apuré a alcanzarla y la sujeté por el codo, justo cuando se introducía en la puerta giratoria. Con una violencia bestial, inhumana, Meche se liberó de mi mano y con una sacudida me empujó para hacerme tropezar y caer, de glúteos, sobre la alfombra mullida.

─¿Salís? ─atiné a balbucear eludiendo las miradas inquisidoras de los huéspedes y del conserje que habían asistido a mi humillación.

─Solo un momento, ya vuelvo: puede que haya un lugar donde me libere de esto… ─me respondió sin detenerse a levantarme o pedir una disculpa que disimulara su exceso, su exabrupto.

─Voy con vos… ─le propuse mientras me incorporaba. No podía abandonarla en esa crisis, arriesgarme a perderla en esa ciudad nueva para nosotros, extraña.

Pero ella prefería salir sola y no me iba a dejar convencerla. Acordamos que al mediodía nos encontraríamos en los jardines de Sabatini, en un punto que marqué en su mapa. Sonrió, Meche, y entonces era ella la que intentaba transmitirme serenidad. A diferencia de cuando había despertado, la veía repuesta y decidida, como si hubiera organizado sus ideas y se lanzará a corregir aquello que la estaba atormentando.

Yo vagué al azar por las callecitas fotografiando fachadas de mesones y portales. Esa soledad me inquietaba, pero confiaba en la determinación de Meche, que ella sabría cómo obrar para recomponer lo que se había desacomodado. La ansiedad me forzó a llegar temprano al sitio convenido. Me instalé en un banco, bajo la sombra tibia de los árboles, y estudié impresionado las formas del palacio real, tratando de imaginar el lujo interior, las multitudes que lo transitarían, la vida que podrían llevar sus habitantes en esa construcción rebosante de historia y de misterios.

Puntual, ella cayó a mi lado lanzando un suspiro. La alegría del reencuentro me ensanchó la sonrisa. La besé, satisfecho, mientras anudaba mis dedos en su mano gélida. Me parecía que ella dudaba de sus certezas anteriores, de la absurda seguridad de que ya había estado allí, en la ciudad donde recién habíamos llegado. La interrogué con precaución, discreto, elíptico, reprimiendo la urgencia por saber qué había hecho en esas tres horas que pasamos separados. Reclinándose, mencionó un edificio por Chamberí, una escalera y un subsuelo que no había encontrado. Dijo, o lamentó, no haberlo reconocido, que su instinto y la memoria le hubieran fallado. Sus palabras abrían una grieta para ayudarla a entrar en razón; vacilaba, miraba en dirección al simétrico laberinto de ligustrinas enanas con aire de decepción o derrota. Un puñado de pájaros picoteaba la grava cerca de sus zapatos.

─Es una sensación rara eso de creer que uno vivió lo que está viviendo ─admití comprensivo, demostrándole que entendía su situación.

─¿Creer? ¿Creer?… vos no sabés, Fernando. No es una suposición o una posibilidad. Estoy segura, segurísima y lo que me aterroriza es una certeza… ─me reprendió súbitamente enfurecida, mostrándome su lividez y que le temblaban los labios.

No insistí. Era inútil y frustrante. Dejé que el tiempo transcurriera y corrigiera el equívoco. Mis intervenciones no colaboraban. ¡Qué forma estúpida de arruinar algo que tanto habíamos soñado! Pero no la podía culpar, todavía, porque lo que sentía parecía sincero y no la histeria o el capricho de una mujer resentida o malvada. Meche sufría, claro, estaba enferma, pero lo complejo, lo imposible entonces era persuadirla de que debíamos adoptar medidas drásticas. Por fortuna, circulaban los turistas, pasaban a nuestro lado, riendo con sus planos y sus cámaras, y esas presencias repetidas parecían indicarnos lo que debíamos hacer, el modo de actuar de los viajeros estándar. Ella debió captarlo, y poniéndose de pie, me dijo “vamos”. Dócil, sumisa, se dejó conducir hasta el museo del Prado. Se alquiló una audio-guía, supongo que para aislarse, para no tener que hablar ni soportar mis comentarios. Poco a poco, la fatiga o el murmullo que la sedaba con su didáctica, distendieron su rostro y yo vi que se detenía a observar los cuadros, en especial los del Greco y los de Velázquez, pero todo en general, como si se preparara para un examen.

Salimos y nos dirigimos a la calle de las Huertas y ahí, en un bar, nos sentamos a comer unas tapas. Pretendí debatir nuestro siguiente paseo, pero me desahució su rechazo: quería irse de Madrid cuanto antes. Le recordé que el tren a Barcelona saldría dentro de dos días, el jueves a la tarde, y que cambiar los billetes era un gasto delirante. Discutimos y alcanzamos cierto acuerdo definiendo que podíamos pasar ese par de días en otra parte. Antes de llegar a ese pacto, Meche debió amenazarme. No creí que fuera a regresar sola a Argentina, pero era un riesgo y no quería provocarla. Presenté una alternativa cercana y seductora.

─A Salamanca, ni loca… es la boca del lobo. Más vale a Gijón o Valencia, donde podría sentirme a salvo.

Perdí la paciencia, me agoté. Pero principalmente me superó no entender qué me decía, cuál era el peligro, a qué estaba jugando. Necesitaba explicaciones, contar yo también con todos los datos para asustarme, para acompañarla en el horror, para darme por vencido y esperar la fatalidad, o enfrentarla. Se lo dije, tal vez exaltado, porque de las mesas vecinas giraron varias cabezas para censurarme. Ni siquiera el mozo se atrevió a acercarse cuando de un manotazo volqué el vaso con cerveza que empezó a gotear sobre el piso formando un charco. Ella agachó la vista, aguardó mostrándome el cabello dividido por una torpe raya, a que volvieran a crecer los murmullos y que yo le pidiera disculpas al muchacho, que entonces sí se decidió a enmendar el enchastre. Sé que no era el mejor sitio para hablar, pero no podía seguir esperando.

─Tengo que entregar un mensaje vital, importante, y si no lo hago va a pasar una desgracia ─me informó después de repeler mi incredulidad con un extenso preámbulo.─ El riesgo es que me intercepten, que me descubran antes…

─¿Quiénes? ─le pregunté furioso pretendiendo exponerla al absurdo de su relato.

─No sé, no sé bien, Fernando… Tampoco me acuerdo del mensaje ni de a quién se lo debo dar, pero todo esto ya pasó, desde que llegamos acá, yo ya viví esta tarde y el museo, este bar, cada cosa que pasa.

─Y yo… ¿yo también?, ¿yo estaba?

Meche me mostró su perfil y permaneció impávida oteando, a través de la vidriera, la calle. Supe que no quería contestar, que entonces había estado con alguien, con otro, y que yo sobraba, que estaba de más en su historia, en su delirio, en esa ficción que involuntariamente construía. Algo se vino abajo y me separó de ella hasta infundirme una bronca que me desbordaba. En su mismo nombre, el porvenir, excluye la posibilidad de anticipación o conocimiento del futuro, de lo que no ha sucedido todavía. Por eso, a su vez, también era imposible juzgar la situación, no confundirse y concebir que en aquello había una trampa.

─Bueno… vamos al aeropuerto. Pidamos un taxi desde el hotel y vámonos… no tiene sentido que sigamos… ─propuse más resuelto y comprometido, dispuesto a no quedar como un pusilánime.

─No, Fernando… no me hagas caso. Esperemos al jueves y vayamos a Barcelona y después a París y después donde dijimos… no quiero arruinarte el viaje.

La mano de Meche acarició mi mejilla, suave, dulcemente aunque el frío de su piel contrastaba con ese calor denso que persistía, aún a las seis de la tarde. No, no me convenció ni su contacto cariñoso, ni el tono de la voz, y menos todavía que escondiera los ojos cuando quise sostenerle la mirada. Pero decía algo lógico, racional, lo que al principio habíamos acordado y tenía sentido. Volvimos a la calle, reconciliados, dispuestos a hacer realidad la felicidad que nos habíamos prometido.

El resto de lo que sucedió, a partir de un punto, solo puedo remedarlo con suposiciones y con las filtradas declaraciones de los testigos que constan en el expediente que me leyeron recién, sin permitirme el desquite de las preguntas. Me consta que el golpe en la nuca, a traición, por la espalda, me provocó la caída y la confusión, no un desmayo. Habíamos cenado en un mesón, en la calle de las carretas o de los carreteros, y ambos habíamos eludido el tema urticante para no indigestarnos con reproches o miedos, mientras comíamos una paella. Bebimos, es cierto, pero con recato: una botella de vino entre los dos. Al salir había oscurecido. Ignoro la hora exacta, pero la comida y la fatiga acumulada nos contagiaban una pereza dulce, pesada. Íbamos tomados del brazo, no creo que sin rumbo, despreocupados, sin que nos interesara si nos alejábamos del hotel o si, en cambio, estábamos bien orientados. Paseábamos, en definitiva, como dos turistas satisfechos en una ciudad que están explorando. Por eso, doblamos en zigzag en dos o tres esquinas y desembocamos en esa calle sepia donde faltaban el bullicio, la vitalidad y el movimiento que coloreaba a las anteriores. Un poco desconcertado, pensé en mirar mi plano para orientarme. Recuerdo que me separé de Meche para sacarlo del bolsillo y justo en ese momento sentí el golpe.

Me consta que Meche salió corriendo. Yo manoteé desde el piso un mocasín de charol que estuvo a punto de pisar mi cara. La víctima, mi supuesto agresor, trastabilló y me maldijo, pero no retrocedió para vengarse. Ella se le escapaba, y calculo que su prioridad no era yo, que estaba fuera de combate. Me incorporé, aturdido, extraviado en un remolino de desconcierto, dudando entre buscar ayuda o jugar la carta del coraje. Vi una espalda con sobretodo gris que giraba delante, con veinte o cincuenta metros de ventaja. Troté hacia allí, desesperado, tembloroso, consciente de que los hechos superaban mis fuerzas. El grito desgarrador me aceleró, pero, de cualquier forma, no podría haberlo evitado. Tumbado bajo un portal, yacía el cuerpo de Meche. Apenas viré, lo que estaba a la vista eran sus piernas y sus zapatos. Del o los autores no había rastros. Caminé espantado para anular la distancia que nos separaba. En el pecho, a la altura del corazón, se asomaba una daga larga y delgada, y en la blusa blanca crecía la aureola de sangre. Meche inmóvil, con los ojos pasmados, llorosos y la boca entreabierta, parecía dispuesta a disculparme.

No creo que ella cambiara: fueron los nervios los que la desplazaron de la cotidianeidad, de la vida siempre igual y calculable. Claro que algo habrá tenido que ver el viaje. Pero eso de que ya había estado acá, en Madrid, era algo irracional, absurdo, inexplicable. Ella se enfermó sola, se desestabilizó sin mi ayuda y atrajo, invocándola, a la desgracia. Prefiero pensar esto a confiar en el testigo que declaró que fueron dos hombres en blanco y negro, o en el otro, un vecino osado o mitómano, que aseguró que nadie la había atacado. El médico, entiendo que el forense, sostuvo que murió antes de que cayera, como un tiro de gracia, la puñalada. Que el cuchillo asesino sea una bayoneta del ejército español, reglamentaria hasta la década del cuarenta. Esto a la Guardia Civil no le aporta demasiados datos. Dicen que en todas las casas de antigüedades las venden, que cualquier ladrón o inmigrante pudo adquirirla sin gastar en ella más que el valor de un buen cuchillo toledano.

*De su libro: La sonrisa de las hienas. Rosario: Baltasara Editora, 2024.

 

Sobre La sonrisa de las hienas:

La sonrisa de las hienas reúne once relatos de Federico Ferroggiaro que abarcan diez años de su producción, de 2012 a 2022, y que han formado una logia en este volumen por un aura, un rasgo en común que los vincula, de diversas maneras, con lo extraño, lo perverso, lo obsesivo o aquello que, sin entrar en teorizaciones, podríamos denominar lo fantástico o la realidad distorsionada.

Apelando a distintas formas, narradores y puntos de vista, cada uno de los once nos lleva a la encrucijada de caminos diferentes y atrapantes, a mundos que nos resultan familiares o a otros que se presentan ligeramente alterados. Ya sea colándose en los trasfondos de la política, como envolviéndonos con voces que narran viajes, amores o miedos que nos asaltan, se asoman en ellos los conflictos que marcan la condición humana.

Quienes ya han leído cuentos de Ferroggiaro pueden estar tranquilos porque, como es habitual, están garantizadas en estas páginas la fe en los argumentos, el trabajo con el lenguaje y la búsqueda de aunar en cada texto historia, estilo y trama.

 

Otros libros del autor:

El miedo vino después (novela, UNR editora, 2023) –

https://unreditora.unr.edu.ar/producto/el-miedo-vino-despues/

El lugar de la apariencia (cuentos, Universidad Veracruzana, 2022)

https://www.argentinabooks.com.ar/ebook/0719106/el-lugar-de-la-apariencia

Punto de fuga (cuentos, Casagrande, 2019)

https://casagrande.mercadoshops.com.ar/punto-de-fuga-de-federico-ferroggiaro-editorial-casagrande-tapa-blanda-en-espanol-2019/p/MLA24924667

Tetris (novela, UNR editora, 2017)

https://unreditora.unr.edu.ar/producto/tetris/

 

Top
Resumen de privacidad
Diafanís

Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.

Cookies estrictamente necesarias

Las cookies estrictamente necesarias tiene que activarse siempre para que podamos guardar tus preferencias de ajustes de cookies.