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Artigas en el Paraguay por Gerardo Molina

Imagen: gentileza del autor del artículo

 

Prof. Gerardo Molina – Poeta y Escritor – Uruguay

gerardomolinacastrillo@gmail.com 

 

Horas de grandeza e infortunio, con un ascendiente sólo explicable por las excelencias de su personalidad, que no obstara, sin embargo, a su impronta de sencillo paisano, Artigas debió enfrentar las intrigas de la díscola Buenos Aires, donde primariamente se había encendido la llama de la libertad, y que, luego, la sucesión de los gobiernos condujo a una desleal connivencia con las ambiciones imperialistas de los europeos, en desmedro de su hermana Provincia Oriental. Grandeza de Artigas que no doblegaron las traiciones pero que terminaron con su destierro en el Paraguay, largo tiempo de un oscuro ostracismo, treinta años de un hondo silencio en contraste con las innumerables páginas de su martirologio.

Artigas cruza la frontera el 5 de setiembre (1820) –dice Carlos Walter Cigliuti- y se dirige a la Capital autorizado por Francia…. En esa prisión, con un carcelero tan diametralmente opuesto a él entra Artigas al Convento de la Merced, en la Asunción colonial, precisamente cuando suena para Francia, el tirano, la hora de la conspiración contra su régimen… Artigas salió de Asunción en el verano siguiente, con rumbo a San Isidro de Curuguatí, un pueblo de humildes trabajadores de la tierra. Justamente lo que Francia se había propuesto: mantenerlo bajo control, lejos del ruido y la tensión política…

Artigas permanecerá en Curuguatí un cuarto de siglo. Cambia la espada flamígera de Santa María y la pluma egregia de las Instrucciones por la esteva del arado –vuelve a decirnos el recordado profesor amigo- abriendo él mismo los surcos milagrosos y arreglando la tierra virgen, que responde ubérrima y fecunda. Reparte su cosecha entre los vecinos, a quienes aprecia y ayuda… Es el Padre de los Pobres. Sin embargo, nuevas pruebas, le tenía reservadas el destino a nuestro héroe, porque el tirano Francia muere el domingo 20 de setiembre de 1840, pero había sembrado su recelo y su temor hacia el Patriarca. En su agonía –señala Cigliuti-  advirtió a sus íntimos, en un hilo de voz que salió del fondo de su alma como un dardo envenenado “¡Cuídense de Artigas!” Y ese mismo domingo, la orden partió, puntual, hacia San Isidro: “Los representantes de la República, por muerte en esta fecha del Excmo. Señor Dictador, prevenimos a usted que al recibo de esta orden ponga la persona del bandido José Artigas en seguras prisiones.” ¡Francia, alma perversa! Cuando se siente morir, vuelve a atemorizarlo el recuerdo de Artigas y trasmite ese sentimiento a los que habrían de sucederlo en el mando… Artigas fue detenido, y quizá engrillado, hasta el 12 de marzo de 1841.

En 1845, el presidente Carlos Antonio López, lo lleva a su quinta próxima a Asunción y luego a Ibiray, donde – de fieldad entrañable- lo acompaña Ansina. Allí recibe las visitas de su hijo José María y del General Paz, a quien confiesa: “Tomando como modelo a los Estados Unidos, yo quería la autonomía de las provincias, dándole a cada estado su gobierno propio, su Constitución, su bandera y el derecho a elegir sus representantes, sus jueces y sus gobernadores, entre los ciudadanos naturales de cada Estado.”, vivo aún su inmarcesible ideal, el leit motiv de su lucha: la democrática autonomía de las provincias integradas en la Patria Grande.

A la mitad del siglo y al comienzo de la nueva primavera –retomamos las magistrales páginas de Cigliuti- le llega la muerte. Ya la esperaba y se encuentra sereno frente a ella. En los días finales entró en creciente sopor y en coma, cuando se irguió, inesperadamente vigoroso, y reclamó con voz enérgica: «Mi caballo… ¡Tráiganme mi caballo!… Corría la media tarde del 23 de setiembre, cuando se produjo el deceso. Sobre el catre de campaña, modesto y pobre, velaba entonces, fiel y doloroso, el invariable Ansina, solo con su llanto ante el yacente General… Al fin, partió hacia la Recoleta aquel entierro doloroso, integrado por ocho o diez personas, los vecinos y amigos más cercanos, Cerraba la marcha, Ansina, jinete del “Morito”. Adelante iba el Patricio, en un ataúd forrado de merino negro, en un carro de pértigo, de dos ruedas, tirado por una yunta de bueyes… El invierno agonizante, que se resistía a morir, cubrió de fría soledad aquel sitio melancólico. Pero la brisa asunceña de la naciente aurora levantó ese nombre, por encima de todos, y lo llevó en triunfo, sobre montes y cerros, desde el río al mar. Y así volvió a la Patria lejana.

 

Artigas

¡Oh, Padre de los Pobres!, en el duro ostracismo,

Te evoco: labrador de incontables jornadas,

Con las manos aún fuertes, con el cerebro lúcido

Y aún altiva y rebelde la esclarecida frente.

 

Curuguaty, Ibiray. Poco importa el oscuro

Rincón en donde guarden tu humanidad transida:

Aún tiemblan los tiranos al escuchar tu nombre,

Aún en plena noche el sol siempre es el sol.

 

¡Oh, ínclito labriego! ¡Sublime desterrado!

Cada surco fue un lento devenir de tu gesta:

Las Piedras, Sitio, El Éxodo, el Congreso de Abril…

 

Mientras, se agigantaba tu figura en la Historia.

Sueña, al fin, en tu tierra donde la gloria tienes

Y un altar, padre Artigas, en nuestro corazón.

 

Gerardo Molina

Bibliografía:  CIGLIUTI, Carlos Walter- Estudios sobre Artigas: Artigas y su Influencia en el Federalismo Argentino y Artigas y su Proyección Histórica, Ediciones de la Cámara de Representantes de la República Oriental del Uruguay, Montevideo, 1995.

MOLINA, Gerardo- La Gesta Oriental (INDEPENDENCIA Y UNIÓN), Editorial Kaska, Mdeo. 2013.

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