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Las mandarinas por Claudia Barraza

 

Claudia Silvia Barraza

Escritora – La Plata – Buenos Aires – Argentina

silviabarraza_1959@hotmail.com

 

Era amante de las mandarinas. A mí nunca me gustaron  pero se las compraba igual. Ese olor invasivo y penetrante no me agradaba. Como todos los miércoles cuando él se iba al estudio, yo arrancaba con mi autito para el mercado. A la vuelta, sin falta y sin cambiar rutinas (salvo alguna complicación de último momento), pasaba por lo de Lina.

Lina era mi mejor –única amiga, desde los diez años, y ya tenemos cincuenta, aunque nos sintamos de cuarenta–. Tito no quería a Lina. Lo ocultaba, pero yo sabía que le tenía celos. Con Lina nos reíamos mucho, nos hablábamos en secreto, cosas de amigas. Tito no entendía eso…Él no tenía amigos, ni uno. Algunos colegas del estudio, ex compañeros de otros trabajos pero amigos, no. Yo trataba de que Lina no estuviera mucho en casa cuando él estaba, para evitar malos momentos. A Tito le gustaba la soledad, a mí no. A Tito le parecía bien quedarse en casa los días feriados, a mi no. Igual respetábamos nuestros momentos sin molestarnos ni echarnos nada en cara. Pero yo sabía que cuando mi amiga venía sin avisar, algo cambiaba en su actitud. Ya lo dije: no la quería. Ese Jueves Santo, Lina tocó el timbre y Tito le abrió. Yo estaba afuera, en el patio, aprovechando la horita de sol que pegaba justo en ese lugar de la casa y que tanto me gustaba. Me sorprendió la visita pero a la vez me alegró, pusimos la pava y a los diez minutos ya estábamos a las risas. Tito apareció pisando fuerte para que lo escuchemos, nos miró sin comprender tanta felicidad desmedida. Eran sólo risas, un poco de distracción en una mañana tediosa. Pero se ve que a él le pareció mucho, tal vez raro, no sé. A veces pienso que a Tito no lo dejaban reírse de chico, tal vez en la casa estaba prohibido. Nunca fue un pibe ruidoso, eso sí recuerdo. Mi madre me lo eligió por su seriedad, su pinta de responsable y bla bla bla

Pobre Tito. Pobre de mí también que no pude negarme. Al principio parecía más suelto Tito, más relajado. Con el tiempo y los años reapareció aquel personaje serio y lúgubre que convenció a mi madre. Y claro, ¿cuánto tiempo se puede tapar semejante actitud negra frente a la vida? La mugre termina flotando en la superficie, yo estaba convencida de eso. Pero para hacerme olvidar de Tito y su mala onda, estaba Lina. Lina y su risa. Lina y sus ocurrencias.

Vuelvo a aquella mañana de sol. Al cabo de dos horas de mucha conversación animada, mi amiga se fue a su casa. Arreglamos para vernos el miércoles, después del mercado, como siempre. Cuando nos quedamos solos, Tito me recriminó mi actitud con Lina, mis risas, su confianza, el atrevimiento para venir a casa un día feriado. Una sarta de pavadas incomprensibles y ridículas como él (eso le dije). Volvimos al mutismo universal, ese que siempre acompañaba nuestros días. Almorzamos en silencio. Lavé los platos y me fuí otra vez al patio. Esta vez con la radio y mi música preferida. Tito se sentó enfrente con sus mandarinas. Odio ese olor. Se lo dije. Agarré mi abrigo y me fuí a caminar. A respirar aire puro. A ver personas y paisajes que no se parecieran a Tito. Cuando volví a casa, ya estaba oscureciendo. Las luces estaban sin prender. Pensé que se había dormido en algún sillón de la sala. No estaba ahí, tampoco en la cocina. Lo llamé y nadie respondió, fui encendiendo las luces a mi paso. Al final, en el dormitorio, comprobé que Tito no estaba, tampoco su poca ropa opaca, ni sus cosas personales y tristes. No sentí nada especial, tampoco llamé a nadie. Prendí la ducha y me fui a bañar. Estuve un largo rato debajo del agua, cantando. Llegué a la cocina y pensé en qué cocinar. Abrí la heladera, saqué mi queso preferido y una fría y rica cerveza negra. Me senté en el comedor con todas las luces encendidas y brindé porque sí. Brindé porque estaba contenta y viva. Me gustó esa sensación. Mañana la voy a llamar a Lina para contarle, pensé. Hoy el disfrute es mío, solo mío. Cuando me desperté no había amanecido, algo me molestó, no había terminado de descansar. Sentí un leve dolor de cabeza, producto de la cerveza y la trasnochada. Había algo especial en el ambiente, no me agradaba, trataba de asociar el olor con algo que no me hacía bien, lo rechazaba. Me levanté descalza para revisar la cocina y la llave del gas. Sentí debajo de mis pies algo blando mientras me deslizaba descalza. Eran cáscaras de mandarinas. Todo el piso de la casa estaba regado de brillantes y grasosas cáscaras. Sus aceites esenciales debajo de mis pies, mojándolos hasta hacerme resbalar. El aire se había tornado irrespirable, denso, dulce y saturado de ese perfume odiado.

Abrí los ojos y me costó saber en qué lugar estaba, me levanté y corrí las cortinas. Llovía y había viento. Me gustan mis pisos tibios y brillantes. Fui a la cocina, puse la pava. llamé a Lina por teléfono. “Te espero con el mate, traé facturas”. Puse la música que nos gusta. Otro día hermoso que comienza.

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