Ruido por William Tamayo Agudelo Archivo - Archive Arte -Art Cuentos Número 16 - Noviembre 2022 6 de noviembre de 20228 de noviembre de 2022 William Tamayo Agudelo Psicólogo – Magíster en Psicología. Profesor de la Universidad Cooperativa de Colombia (Colombia) william.tamayoa@campusucc.edu.co; willtamayoa@gmail.com RUIDO Masha mordisquea el brazo de Salo con cuidado; lo levanta con el hocico como si fuera un frágil hueso al que quisiera enterrar y lo deja caer sobre la sábana extendida en el piso. Salo se lo permite, siente el aliento de Masha en la piel, nota cómo se erizan sus vellos; la nariz fría de la Husky le produce escalofríos. Unos ladridos lejanos llegan a su oído. Levanta los audífonos y retira los algodones de sus oídos. Masha no ladra, agita la cola y empieza a lamer la cara de Salo, lanza un aullido de perra-loba con la cabeza estirada hacia el techo. Salo arruga un poco la frente y dice algo en voz baja, se levanta, camina con lentitud hacia la ventana de la habitación y observa el edificio vecino, una vieja construcción de seis plantas. El último apartamento, aquel que observa en picada desde el noveno piso, es inmenso, con una terraza que llega hasta el final de la calle y da la vuelta. Allí hay una voz. De allí viene una voz con canciones. Es la fuente de un canto insoportable, el peor. Así se lo acaba de decir a Masha, apenas sin mover los labios; con desespero, con rabia. La acústica de la calle es maléfica, brutal: los gritos ensordecedores de los vendedores ambulantes, las retahílas feroces de los vagabundos, los frenazos estridentes de buses y carros, las canciones retumbantes de tabernas y discotecas adosadas en los callejones aledaños, el vocerío turbulento alrededor de las múltiples persecuciones diarias de escaperos, estafadores y fleteros se amplifican y forman una barahúnda que envuelve el edificio y trepa por los ladrillos hasta meterse en su apartamento sin ningún filtro ni atenuación. Después de la inopinada mudanza, la primera noche dio paso al reconocimiento de una dimensión del sonido ajena para Salo, Masha y Renata, su madre. Aquella vez, hace dos meses, Masha estuvo intranquila, corrió y jadeó hasta encontrar algo de sosiego bajo la cama. Salo mantuvo la cara contra la almohada sin conciliar el sueño, atenta al rumor nocturno, a las risas estentóreas, los gritos ahogados y los estallidos sordos que se mezclaban en la oscuridad. En la madrugada, Renata abrió la puerta de la habitación, revisó las cortinas y buscó sellar cada rincón de las ventanas, como si la penumbra total pudiese ocultar a Salo del ruido. Evitó, como siempre, el contacto, el cuerpo, la respiración, y al rodear las sombras de Salo y Masha advirtió que debía caminar poco para atravesar la estancia. Inspiró con fuerza, como si una súbita revelación de escasez apretara su cuello. Salo no levantó la cabeza. Tampoco fingió dormir. Un miedo a los sonidos se balanceaba en el estómago y ascendía hasta su pecho. Vio la figura oscura de Renata deambular en frente de la cama, la imaginó murmurar. Un leve estallido la alteró, una gota de agua explotó en el aire. Así lo describió después. Con la mano se cubrió el oído derecho. Al día siguiente, el bramido de la mañana se conjuntó con el temblor producido por las volquetas, los camiones y los obreros que empezaron con la demolición del parque vecino. Los taladros iniciaron la faena a las seis, toda la zona se transmutó en una colección infame de ondas superpuestas. El crujir de las piedras arrastradas por el brazo mecánico de las retroexcavadoras parecía un dialecto absurdo de sílabas largas creado para enloquecerla. Casi podía sentir la vibración producida por las botas de hombres y mujeres adiestrados en derrumbar construcciones. Y, por primera vez, aquella voz sobreponiéndose al infernal amanecer de las ruinas. La voz entonando un fragmento de canción en italiano; el mismo que años antes Salo había escuchado sin interés en una película perteneciente al olvido. La voz levantada en un destemplado agudo se repitió seis veces más para dar lugar a una nueva canción de la cual parecía no conocer la letra, a lo sumo cuatro frases, porque las coreaba cada vez más fuerte, con regocijo, como si quisiese descolgarles de su enojoso ritmo un sentido oculto. Y se detuvo para recomenzar con una especie de sollozo en acento argentino, la voz remedando guitarras y, por último, un tararear absurdo. Así fue y siguió por una hora más. Salo dedujo que el sonido podía provenir del viejo apartamento con techo de madera, colindante con el muro de su propio edificio. Un nuevo ruido. Las tres vivieron lejos de la ciudad en una finca inmensa y derruida. Salo experimentó en ese lugar el silencio absoluto. Una mañana, sentada en una piedra cerca de la casa, se percató de que no escuchaba nada. El horror inicial dio paso a la idea de estar excluida de cualquier sonido. Unos segundos después el viento aleteó en sus tímpanos y padeció una sensación irreal de abandono: las ondas pudieron estar allí, a su alrededor, pero sin la capacidad de alterarla. Eso pasaba, quizás, con las imágenes, los olores, el tacto: podían ausentarse sin más. Rascó la piedra con las uñas hasta arrancarse dos y dejar una hebra de sangre en los dedos. Sintió ardor y satisfizo la curiosidad acerca de la huida de las sensaciones de su cuerpo. Luego, percibió el olor salobre emanado del líquido. Los ladridos cada vez más potentes de Masha le regresaron el conjunto de sonidos, oculto desde hacía algunos minutos. Con las orejas agachadas, la perra le lamió la mano. En la noche, Renata lo supo. Y no se alteró al ver los estragos de la tarde en los dedos de Salo. Dos días después, sin embargo, cuando Salo le describió que luego del colegio había perdido el olfato y la escucha, y por ese motivo restregó su nariz y la punta de las orejas en el tronco de un pino para comprobar la existencia de su cuerpo, decidió iniciar la búsqueda de un apartamento en la ciudad. Este apartamento monstruoso, viejo, vacío como un cielo lúgubre dispuesto para el aleteo de un cuervo, con cuatro habitaciones, patios y espacios redundantes. Distancia para el ruido. Un vientre para el eco. Para Renata, los espacios pequeños son como hormigas laboriosas que roen el cuerpo y abandonan los fragmentos en cualquier lugar, eso le dijo alguna vez al papá de Salo. Con él compartió la cama dos noches hasta confesarle la impropiedad vital que entraña dividir un lugar tan reducido. Después, durmió como lo había hecho desde niña: tirada en el piso de una sala sin muebles y, de ser posible, cerca de la puerta que franquea el jardín, un patio u otro lugar abierto. Separada empieza y termina para Renata la convivencia con otro ser; sea cualquiera la figura. Pero la codicia de sus propias necesidades alcanza un límite cuando Salo prueba la laceración como herramienta de descubrimiento. Esto hará que Renata contemple a Salo de nuevo y padezca la búsqueda de otro espacio, también extenso, para ceder un poco a la obligación del cuidado. Esa primera noche en el apartamento entornó las cortinas de la habitación de la hija como alguien que alarga el trayecto para una amenaza. —La dejo a merced —murmuró—. Igual que en el día del parto: empieza a crecer. Y continuó en la noche del nuevo hogar sin prestar más atención a Salo. El ruido no le preocupaba. Era igual de tenebroso que el silencio: con cualquiera de los dos vibra una casa. Renata velaba por la apertura. Desde niña recorre la distancia más larga para no encontrar ningún objeto. Ahora evita la figura de Salo, la sombra de la mínima relación familiar. Por fortuna, necesita pocas horas de sueño y puede levantarse en la madrugada a vender por internet libros y fotografías de jóvenes talentosos. Juzgados talentosos por muchos otros; no ella, absorta en disminuir su tamaño para moverse mejor. Los otros son inmensos, pueden escribir o fotografiar o pintar, irrumpir en el espacio y hacer un obstáculo ante los ojos con el ánimo de buscar comprensión. Ella necesita alojar distante la mirada y evitar el contacto de los objetos cuando estira el brazo. Eso. Salo le habla a Masha en voz baja, con la mirada fija en los ojos grises, con la cara pegada a la nariz, pero supone que la voz cantora, unida a la batahola callejera, configura una pared invisible que obstruye cualquier palabra. La perra no escucha y Salo tampoco lo hace, el canto está presente en todo el apartamento, aunque no pueda oírlo. Reconoce en el movimiento de sus labios, sin embargo, el sentido de las oraciones que pronuncia para dirigirse a Masha: la voz debe apagarse y el apartamento hacerse más estrecho para reducir la distancia recorrida por el ruido. La perra le lame la boca y abre el hocico como si ladrase. Salo no escucha, mueve los labios para decir que cree en su ladrido y en la saliva de su boca. Y luego se levanta los audífonos y empuja con los meñiques dos esparadrapos en los oídos. Porque la voz está agazapada. —Masha, quiero la noche en mis tímpanos —susurra. Masha la mira, mientras el apartamento vibra por los pasos de los obreros que empiezan la labor de construcción-destrucción, palabras y gritos, cántico y algazara—. Volverá a cantar esa música para oídos viejos. Y Salo descorre de nuevo la cortina, observa con atención el apartamento inmenso, descomunal, excesivo. Con la frente apoyada en el vidrio se pregunta si en el pasado nadie escuchó el canturreo, la melodía, los agudos y los falsetes, toda la abyecta familia del aire que puede aprisionarse en una garganta. Renata recibe las primeras llamadas de la jornada con la noticia de la venta de una fotografía en Luxemburgo, lejos del origen de la imagen, de su autor, de la vendedora. No la ha palpado, el brazo no la extendió hacia nadie: la pantalla condujo el deseo de un desconocido hacia un objeto desconocido. Cerró los ojos, las manos, y puso el cuerpo del tamaño de una voz a punto del silencio. Está agitada. Hace un momento gritó. El destrozo que llevó a cabo en el corredor, el patio y la cocina la sosiega. El martillo está en el piso, a su lado. Ahora irrumpen el grito de su hija y los ladridos de Masha. Salo construye murallas con las tablas de la cama, cartones, sábanas, tarros de galletas, tubos de papel higiénico, bolsas de comida para perro, botellas de gaseosa, costales de basura, ollas ennegrecidas, todo lo que sea un estorbo para el sonido. Primero en la pieza, después en el salón principal, luego en el comedor, un parapeto endeble en el patio. Son construcciones bajas. Pero podrán crecer, levantarse y tapiar el espacio completo. Porque otra vez la voz serpentea en el apartamento con la capacidad de llegar a los más ocultos recovecos y resonar desde allí hasta los oídos de Salo y Masha. La opresión en el pecho y el sofoco al encontrar el espacio ocupado impulsa un grito en Renata, quien a golpes de martillo destruye las barreras. Entretanto, los cimientos del edificio se estremecen al paso de las volquetas cargadas con los escombros de la destrucción externa, y con el desplome de los tabiques levantados por Salo. Renata calla y controla la angustia de sentirse atrapada en un lugar que imposibilite el escape; control que ejercita desde niña, y de no ser así, usa la fuerza de sus manos para atraparlo en la huida. La finca y el padre de Salo conocieron su ímpetu cuando quisieron construir paredes de madera donde ella había tumbado ladrillos. Pero sabe que esto es nocivo para las dos de manera inversa: a Salo le impide crecer, a ella le reduce el terreno para ser más pequeña. Masha ha abierto y cerrado la boca varias veces detrás de Salo ahora que, envuelta por la voz, levanta algunos de los derruidos ladrillos de basura. Renata está lejos, allí mismo en el apartamento, y no escucha. El estremecimiento producido por la destrucción fue la alarma que impulsó a Salo para salir del cuarto y contemplar las ruinas. Más tarde, Salo ve el dibujo de Vishnú en internet. Interpreta que los brazos son los sentidos extendidos hacia el mundo para traer de vuelta sensaciones: un brazo es el olfato, otro el oído, otro el gusto, otro la visión, y Salo quiere cortarse un brazo. Y golpea el borde del escritorio con fuerza. Su padre la escuchó cantar en el baño, y aún envuelta en la toalla, alabó su delicada voz infantil. «Tu abuela cantaba bien», le dijo. Después puso una canción de guitarras y ancianos que anhelan una montaña y lamentan un desamor que no se marcha a lomo de caballo. Su padre la miró como si contemplara un recuerdo para luego dejarla en paz con la toalla y el vestido de niña sobre la cama. Hace parte de la imagen el sonido de los pasos del padre como gotas de agua reventadas sobre la escalera de madera, su voz tarareando la canción, después un silencio inopinado, el viento deshecho en los oídos. Por fortuna están en la ciudad y por fortuna en su centro; por esa razón la fractura de Salo es atendida con celeridad. —Es la muñeca —repite Renata en la sala de espera, mientras repasa la radiografía del hueso partido que no se compadece con la imagen de la hija volcada entre los ladridos desesperados de Masha. Salo en el piso, con un cuadro de luz sobre la cabeza, el brazo extendido, mientras aprieta los ojos y gira entre el polvillo del aire sucio que se cuela por los dinteles de la ventana. Ella, sin tocarla, habla desde muy lejos, le pregunta qué hizo esta vez y decide estar en el hospital porque el rostro de su hija es una gran mueca que crece entre los audífonos. En todo caso, la Policía de Infancia debe anoticiarse de la situación por medio del hospital. Salo está quebrada, en los pabellones auriculares encontraron esparadrapos, cicatrices en los dedos, la nariz y las orejas. El padre no está o no aparece. La madre informa que la separación ocurrió años atrás. «Él se hartó de dormir y vivir solo», argumenta. La llegada desde una finca, hace poco tiempo, revela un posible abuso oculto por la ignota ruralidad. Deben interrogar a la madre, que parece insomne y lenta de pensamiento, encontrar al progenitor, visitar el hogar, contactar otros familiares. Varios días después la enfermera recibió la confidencia de Salo acerca de la voz. Describió el apartamento y suplicó la entrega del recuerdo de Masha a Renata. Solo eso. Y la enfermera, intrigada por las circunstancias de las heridas, de las magulladuras, reitera el valor de la confesión para continuar recibiendo el apoyo de los que ahora velan por su bienestar. Salo repite que la casa debe quedar libre de la voz, de las canciones. La curiosa mujer pregunta si canta: —Cuando supe que otros cantaban en la memoria de todos, paré, pero la voz no sabe parar. La enfermera transmite el mensaje al médico con las palabras de Salo. «Resta comprobar el abuso», consiente el médico con la enfermera. Renata deambula por la casa acompañada de la policía y los servidores sociales. Ellos han señalado la basura, las tablas desperdigadas, la ausencia de muebles en la sala y el comedor, pocos electrodomésticos, la mierda de perro en el patio. Renata parece halagada, pero entiende. El padre respondió a las llamadas y podrá llevar a Salo consigo, sin Masha. Rehúsa hablar de la madre, de la cual solo recuerda la obsesión por la distancia y la altura. Y Renata complementa: —Salo ha crecido sin obstáculos, siempre libre. Todo el apartamento es para que no se detenga. Pero la increpan por el bullicio que atormenta a Salo, al parecer acompañada siempre por una mascota que luce su abandono en este muladar deshecho. —¿Qué pasó? —preguntan en coro—. Las heridas no son gratuitas y los gritos deben provenir de algún lugar. Renata no comprende los embates legales, pero reconoce que múltiples voces deben llegar a su piso. Es lo normal cuando se tiene suficiente terreno. El ruido es insignificante, lo sustancial es la distancia: —No es aceptable llegar a ser un espacio pequeño —Aunque Renata dice esto último casi sigilosa y con el tamaño suficiente para que no sea tenido en cuenta—. Es cuestión de limpiar, levantar lo inservible, abrir otra vez para que sobresalga la posibilidad del desplazamiento. Masha olfatea entre los escombros del parque. El ruido es una calle gris y adentro Masha ladra, aúlla, levanta el hocico casi sin fuerzas. Recibe los golpes de piedras y escupitajos. Camina con dificultad entre la muchedumbre y el latido de botas sobre el piso. El apartamento como un cielo sombrío con la presencia de Renata sentada en una esquina, más pequeña aún. Afuera el viento carga la lluvia y la revienta contra las ventanas despejadas. Pero adentro solo hay vacío y una figura reducida que corre hacia el patio, luego por las habitaciones y después mide la distancia entre su cabeza y el techo. En la tarde, el barullo de la calle se enfrenta al golpeteo de un martillo que trabaja en la destrucción de la primera pared. Renata está empeñada en la tarea. —Siempre queda algo detrás de los muros —balbucea—. Era él quien buscaba una familia limitada, un lugar exiguo. No fui yo la destructora de ningún hogar —masculla entre jadeos. En la noche, el sonido del teléfono, una breve discusión y un mensaje del padre: —Hazte grande de una maldita vez, Salomé se arrancó la voz.