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Tiempo de Lectura – Los perros ladrándole al mar

 

 

Claustro  – Hacienda de Panoaya, México, año: 2019

Yasmín Romo Velasco – Fotógrafa – México

Eduardo Pineda Villanueva – Ciudadano del mundo – México

ep293868@gmail.com 

 

Es un terror genuino el que arropa la obra de García Márquez condensada en uno de los doce cuentos peregrinos, el horror de la realidad torcida y desembonada, el terror de lo que puede suceder y de los caminos turbios, opacos y sombríos que alguien podría calificar como destino.

¿Qué es el destino? Tal vez en términos religiosos sería aquello que se nos tenía preparado desde antes de ser concebidos o tal vez esa construcción de una vida aún no vivida. Algo así como una premonición de toda nuestra existencia, un camino trazado, un sitio que sólo se recorre por trámite pero que ya estaba planeado.

Rutas insólitas, palabras de hielo, noches oscurísimas, frío incesante y agobiante, cielos profundos y negros, melancolía, desesperación, suicidio interno, desesperanza, acecho inconcluso, fiera dormida, horizonte lejano, laberinto, espejo roto y negro, gritos que no se escuchan, voces ahogadas, profundidades del alma, puños cerrados, uñas encajadas en la palma de la mano, sangre en los labios mordidos por la angustia, dientes apretados, taquicardia, respiración sofocada, vista nublada y perdida, pesadillas a toda hora, arrugas en el alma, quimeras imposibles, sueño de una y todas las noches que no se sacia, hambre y sed por solucionar lo imposible, mareas que golpean un barco sin tregua, heridas sin nepente, huesos rotos, pies cansados, tormentas fuera y dentro de la mente, casas sin ventanas, cuartos fríos, huecos, vacíos, llenos de olvido; saturación de silencios escandalosos, chillidos lejanos, gemidos, aullidos de perros ladrándole al mar.

Sentimientos y emociones bien halladas desde las primeras líneas del cuento “Sólo vine a hablar por teléfono” de Gabriel García Márquez, una realidad aumentada que no se escapa de lo posible verosímil, de un terror que puede ocurrir por una confusión simple, un instante de distracción en que se esfuma la última posibilidad de que no ocurriera.

[…]

Una noche, sin embargo, abrumada por la pesadumbre, María preguntó con voz suficiente para que la oyera su vecina de cama: —¿Dónde estamos? La voz grave y lúcida de la vecina le contestó:

—En los profundos infiernos. —Dicen que esta es tierra de moros —dijo otra voz distante que resonó en el ámbito del dormitorio—. Y debe ser cierto, porque en verano, cuando hay luna, se oyen los perros ladrándole a la mar.

[…]

La locura y la cordura también están a debate en el devenir de los aconteceres dentro del relato, una mujer sana confundida con una paciente psiquiátrica pronto se convierte en paciente psiquiátrica por el trauma de ser confundida. ¿Cuál es el límite entre la locura y la cordura?

Hay una delgada línea entre ambos estados de la mente, una difusa barrera que no tiene criterios, ni estatutos, no hay leyes, ni principios, tampoco hay un manual o un decálogo que explique qué es la locura y qué es la cordura, todo se interpreta de acuerdo a qué tan similar es la percepción de la realidad con aquella aceptada por la mayoría.

[…]

No tuvieron tiempo de sentarse. Ahogándose en lágrimas, María le contó las miserias del claustro, la barbarie de las guardianas, la comida de perros, las noches interminables sin cerrar los ojos por el terror. —Ya no sé cuántos días llevo aquí, o meses o años, pero sé que cada uno ha sido peor que el otro —dijo, y suspiró con el alma—: Creo que nunca volveré a ser la misma.

—Ahora todo eso pasó —dijo él, acariciándole con la yema de los dedos las cicatrices recientes de la cara—. Yo seguiré viniendo todos los sábados. Y más, si el director me lo permite. Ya verás que todo va a salir muy bien. Ella fijó en los ojos de él sus ojos aterrados. Saturno intentó sus artes de salón. Le contó, en el tono pueril de las grandes mentiras, una versión dulcificada de los pronósticos del médico. «En síntesis», concluyó, «aún te faltan algunos días para estar recuperada por completo».

María entendió la verdad. ——¡Por Dios, conejo! —dijo, atónita—. ¡No me digas que tú también crees que estoy loca! ——¡Cómo se te ocurre! —dijo él, tratando de reír—. Lo que pasa es que será mucho más conveniente para todos que sigas por un tiempo aquí.

[…]

Alfileres debajo de las uñas, luz de sol requemando la cara sin poderla virar, hielo en la planta de los pies, cabello arrancado uno por uno, ardor de ojos por humo ácido que no cesa, caminata sin meta, sin rumbo y sin sentido, calor en las piernas antes de dormir, almohada que hierve de pensamientos fantasmales y no permite conciliar el sueño, pesadillas, varias pesadillas en la misma noche, sabor amargo en el fondo de la lengua, golpes que no infringen daño al enemigo, castillo medieval bajo el asedio de los bárbaros, culpabilidad al inocente con pruebas infundadas, escupitajos al prisionero camino a su patíbulo, grilletes en los tobillos, heridas con sal, pies mojados que se descaman en una comezón apabullante, morir con dolor varias veces y no poder morir definitivamente, piel desollada despacio y constante. Así se lee la desesperación de María.

¿Cuántas veces no has despertado en medio de la noche tras una pesadilla? Ese sueño escalofriante fue un constructo de tu mente, un miedo, un reflejo de los temores que guardas y no platicas, que se esconden tras los recovecos de la memoria que decidiste un día guardar para siempre.

Pero para María no era un sueño, era su realidad, la mala suerte en la mala hora, estar en el lugar y tiempo inapropiado. De qué otra mejor forma hubiera podido un escritor definir la injusticia.

El reo que no mató, robó ni violó a alguien; el acusado que sólo iba pasando por ahí y que fue confundido con la mano que jaló el gatillo o el niño que no lanzó el avión de papel pero fue castigado sin recreo por una semana. La injusticia es constante en la realidad, es una cuestión de azar, jugamos la ruleta rusa a cada instante, somos, muchas veces, la mujer que sólo fue a hablar por teléfono.

[…]

Algo sucedió entonces en la mente de María que le hizo entender por qué las mujeres del autobús se movían como en el fondo de un acuario. En realidad, estaban apaciguadas con sedantes, y aquel palacio en sombras, con gruesos muros de cantería y escaleras heladas, era en realidad un hospital de enfermas mentales. Asustada, escapó corriendo del dormitorio, y antes de llegar al portón una guardiana gigantesca con un mameluco de mecánico la atrapó de un zarpazo y la inmovilizó en el suelo con una llave maestra.

María la miró otra vez paralizada por el terror. —Por el amor de Dios —dijo—. Le juro por mi madre muerta que sólo vine a hablar por teléfono.

[…]

Ha sido el realismo Mágico del Gabo, sin lugar a dudas, un escaparate a la imaginación que, al exacerbar las posibilidades de lo cotidiano muestra el inminente peligro o el inminente beneplácito de lo extraordinario.

Quizá para el colombiano la imaginación, la fantasía y la realidad son tres esferas fundidas que forman una sola y que solo puede ser descrita por la literatura.

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