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Hierbas anestésicas en la literatura clásica

 

 

Prof. Ángela Gentile – Escritora – Buenos Aires – Argentina

librosdelmundo.g@gmail.com

 

 

HIERBAS ANESTÉSICAS EN LA LITERATURA CLÁSICA

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HIERBAS ANESTESICAS EN LA LITERATURA CLÁSICA-ÁNGELA GENTILE

 

PRÓLOGO

Con las yerbas y las flores

Poeta, ensayista y estudiosa del mundo greco-latino, Ángela Gentile explora un ángulo de la Ilíada en busca del saber, y entrega al público lector páginas que provocan seguir gustosamente su senda. No hay en ella ni asomo de falsa erudición, concepto sobre el cual se volverá más adelante. Su sabiduría ilumina la importancia que los antiguos reconocieron a la naturaleza.

Regodearse en el tesoro de las plantas era para ellos tan importante y orgánico como ahondar en lo más complejo del pensamiento.  También por esos rumbos andan las razones que hicieron del acervo acumulado por griegos la cuna de la civilización occidental. No se dice aquí de la civilización sin apellidos, para rehuir el eurocentrismo que ha ignorado el valor de lo aportado a la humanidad por otras áreas geográficas y culturales: señaladamente Asia, África y la que en la senda de la colonización y la conquista por fuerzas europeas se unificaría bajo el nombre de América, en particular su área meridional, donde precisamente vive, piensa y crea la autora.

El desarrollo del capitalismo, insertado en la historia de desconocimiento o subvaloración de esas vastas zonas de la humanidad, privilegiaría prácticas y nociones de industrialización basadas en el positivismo, el pragmatismo y el utilitarismo más drásticos y depredadores. Con esa orientación, o desorientación, ha rendido culto a la preponderancia de lo científico y lo tecnológico tan a expensas de valores espirituales como de la dignidad de la naturaleza, convertida en mera fuente de materia prima y tan avasallada como las clases trabajadoras y poblaciones enteras.

A esa realidad cabe aplicarle asimismo la imagen según la cual la serpiente se muerde la cola. La depauperación de la naturaleza hace cada vez más ostensible la necesidad de que los seres humanos nos reconciliemos con ella, y la respetemos, lejos de sentirnos sus amos y señores. Especial dosis de reclamo y responsabilidad recae sobre las naciones y fuerzas sociales que más han abusado de ella, pero la lección tiene peso universal.

No se trata de echar por la borda siglos de conocimiento acumulado y pretender que la humanidad deje de avanzar, más que de progresar y desarrollarse, conceptos de los cuales debe y necesita la humanidad tener un entendimiento mucho más alto y noble, no la visión, o falta de ella, impuesta por un funcionamiento social sometido al afán de ganancias “regulado” por la oferta y la demanda. La relación —apreciable en el pensamiento legado por los antiguos— entre cultura y naturaleza, puede ofrecer estímulo y enseñanzas para la búsqueda de un progreso y un desarrollo que no acaben destruyendo el hábitat y el espíritu de la humanidad.

En tal destrucción han desempeñado y desempeñan un papel terrible las guerras, y estas —por encima de los pretextos con que las edulcoren quienes medran con ellas— han estado esencialmente asociadas al afán de conquista y enriquecimiento por parte de fuerzas y países dominantes, cuyo poderío se ha labrado sobre el sufrimiento de grandes mayorías. Que en el mundo antiguo —al que tampoco es razonable idealizar— hubiera también guerras de esa índole, habla de cuánto debe revertir el género humano para llegar a merecer tenerse a sí mismo como cima de la evolución histórica y natural.

Aunque la autora anuncia que abordará solo el tema de las yerbas anestésicas y similares en la Ilíada, la sugerente exploración que acomete mueve a pensar no únicamente en esa monumental obra, sino además en otras zonas, herencias o expresiones posteriores de aquel mundo. El fértil desbordamiento del ensayo, y el hecho de que la autora sea argentina, han animado en el comentarista el recuerdo de una polémica implícita entre dos relevantes y diversos exponentes de la América de habla española y, por extensión, de la América Latina y el Caribe. Antípodas se les ha llamado con razón, y aunque vivieron en el siglo XIX la significación de ambos perdura de distintas maneras y en diferentes grados.

Domingo Faustino Sarmiento, argentino, pasará a la historia por hechos como el haber sido uno de los más grandes escritores del continente, además de haber presidido su país y haber abrazado un pensamiento profundamente racista y afín al colonialismo cultural. En ese pensamiento se afianzó una tesis que lo identifica y él proclamó desde el título de una novela que cimentó su celebridad: Facundo. Civilización y barbarie.

Frente a Sarmiento se irguió otro gran escritor y revolucionario, cubano, a quien se reconoce como iniciador de la modernidad literaria en la que él mismo, haciendo suyo una expresión que halló en su entorno, llamó nuestra América. Con su vida y su obra fue también emblema de la lucha anticolonialista y precoz iniciador de la antimperialista. Sobre esas bases fraguó un pensamiento emancipador consecuentemente contrario al racismo.

No desconoció la importancia del eminente argentino, ni sería ingrato ante el hecho de que este, aparte de no aprobar el carácter revolucionario de sus ideas, ni su posición con respecto a Europa y los Estados Unidos —que eran paradigmas para el autor de Facundo— supo apreciar entusiastamente su jerarquía literaria. Pero la gratitud por ese reconocimiento no lo hizo aceptar las falacias de la ideología de Sarmiento, y en el programático ensayo “Nuestra América”, manifiesto de interpretación de la emancipación que estos pueblos necesitaban, y apoyo a esa causa, proclamó con la mayor delicadeza posible hacia el autor de Facundo —sin mencionarlo— la raigal invalidez de su tesis: “No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza”.

Ángela Gentile, que no comulga con la falsa erudición y bracea en pos de la sabiduría fértil y sin utilitarismos empobrecedores del espíritu, se adentra en el mundo antiguo con una mirada esclarecida por la mejor tradición ideológica latinoamericana, que rebasa esos lindes y adquiere valor universal. La lúcida pasión con que ve la cultura y la naturaleza en la interrelación que las hace inseparables, hace pensar en el José Martí que en Versos sencillos declaró:

Yo sé los nombres extraños

De las yerbas y las flores,

Y de mortales engaños,

Y de sublimes dolores.

Y en el mismo poemario confesó lo que alcanza plenitud de sentido al saberlo propio de quien decidió echar su suerte “Con los pobres de la tierra”, como se lee en ese libro:

Yo sé de Egipto y Nigricia,

Y de Persia y Xenophonte;

Y prefiero la caricia

Del aire fresco del monte.

 

Yo sé las historias viejas

Del hombre y de sus rencillas;

Y prefiero las abejas

Volando en las campanillas.

Raigalmente afincada en esa tradición, Ángela Gentile se adentra en el mundo antiguo convencida de que él ofrece una germinadora delectación estética y cultural, de espíritu. Y, al ver cómo lo hace, se aprecia su convicción de lo mucho que ese mundo puede enseñarnos. Por eso lo que nos ha llegado de él son obras que han merecido y merecerán vivir como clásicas, ¡y en qué grado!

Luis Toledo Sande

Dr. En Ciencias Filológicas

Universidad de La Habana

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