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Memoria de un tambor

 

 

Dr. Antonio García Ureña

España  –  leeresunderecho@gmail.com

 

 

Perdida en un rincón entre montañas; lagunas infestadas de caimanes y mosquitos; con el Caribe cerrándola por el frente, se encuentra una región histórica y cultural encalvada en el venezolano estado de Miranda. Una región con aroma a cacao y plátano, cuyo monbre, al igual que sus paisajes, tiene resonancias marinas; sabor a sal y viento: un viento que sopla de Latinoamérica a África atravesando el Caribe y el Atlántico, en sentido contrario al que, durante siglos, recorrieron los barcos cuyas bodegas transportaban a quienes después poblarían el lugar. Es Barlovento una región habitada mayoritariamente por decendientes, no de esclavos y esclavas, sí de personas esclavizadas pues, aunque su cuerpo tenía dueño, nunca pudieron someter sus pensamientos; sus sentimientos; su alma. Un alma que volaba libre atravesando el océano hasta los territorios de la lejana Africa y volvía convertida en bailes, ritos o sonido de tambor. Ese sonido fue guardado en la memoría y transmitido de generación en generación como un valiosísimo tesoro, pues dicho tesoro guadaba nada menos que su identidad: algo que intentaron arrebatar para conseguir su total dominio; algo que nunca lograrían. Tanto es así que, en este rincón apartado, los esclavizados y esclavizadas huídos de las plantaciones en las que eran trados como el peor de los animales; crearon poblaciones de hombres y mujeres libres – cimarones y cimarronas- donde rescataron esas tradiciones africanas; esos ritos; esos bailes y, por supuesto, el sonido del tambor, como seña de identidad más importante.

El 24 de junio, en conmemoración de ese terrible período de la esclavitud y en recuerdo de tanta sangre derramada, suena el tambor en Barlovento; un tambor muy especial: el Mina. De más de dos metros de logitud; utilizando el tronco hueco de un árbol y colocado en diagonal al suelo, apoyado en un soporte colocado en su boca, lo tocan en tres o cuatro personas, como mínimo. No es esta una conmemoración luctuosa donde reine la tristeza; por el contario, es una celebración que desborda alegía, calor, color, sonidos y sensaciones brilantes. La herencia de tanto sufrimiento y lucha para conservar, no solo la identidad, si no la propia vida, no puede acarrear aún mas sufrimiento: sería una auténtica traición a todas aquellas personas que lucharon por mantener vivas sus raíces. Los sentimientos luctuosos vendían a manifestar la esteridad, tanto de su lucha como de su vida.

Es por ese mismo motivo que, en los funerales y entierros de la región, también suena el tambor y los asistentes bailan y cantan en memoria de quien falleció. No son dichos bailes una manera de alejar la tristeza o anestesiarse ante ella cual borrachera de alegría artificial, que durará lo mismo que la fiesta y traerá como consecuencia un dolor aún más profundo. Si los ecos del tambor resuenan en la distancia del espacio, pero también del tiempo, esa imagen de alegría a la hora de recordar a quien nos dejó y, tanto se esforzó para que todos y todas a su alrededor tuvieran una vida lo más plena posible, es la imagen que debe guardarse en la memoria; una imagen que llevará a dibujar una sonrisa en la mente e incluso en el rostro, al evocar al ser querido.

Como nos enseña el repique del Mina, la tristeza sería una traición a su memoria y un desprecio a tanto esfuerzo en vida. Quien ahora se fue no quisiera vernos sumidos en el dolor. Cumplamos su voluntad y dejemos a un lado todo sentimiento oscuro. Transformemos ese  dolor; esa añoranza y esa pérdida, en gratitud. Formó parte de nuestra vida y ese privilegio debe alegrarnos; nunca hundirnos.

Esa es la memoria; esa es la enseñanza del tambor en aquella mágica región de Barlovento: no nos dejermos vencer por el dolor. All igual que el tambor Mina se yergue y resuena orgulloso mostranto una identidad que nunca pudieron arrebatar, asi debemos erguirnos siempre ante el dolor y la tristeza que, por mil razones, la vida nos pone al frente.

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