Tiempo de Lectura – Taza de café Archivo - Archive Ciencias y Comunicación - Science and Communication Junio 2021 10 de junio de 2021 Espera en lontananza Yasmín Romo Velasco – México Toma realizada en Sierra Norte de Puebla, Junio 2019 TAZA DE CAFÉ Eduardo Pineda Villanueva Ciudadano del mundo – México – ep293868@gmail.com […] –Veinte años esperando los pajaritos de colores que te prometieron después de cada elección y de todo eso nos queda un hijo -prosiguió ella-. Nada más que un hijo muerto. El coronel estaba acostumbrado a esa clase de recriminaciones. -Cumplimos con nuestro deber -dijo. […] Las luchas sociales solo traen consigo tres posibles consecuencias: el triunfo de los rebeldes y el subsecuente cambio de poder (una tiranía por otra), la derrota de los insurrectos y la eterna persecución de los herederos de la revolución o, como tercera opción, la soledad embriagada de recuerdos y anhelos distantes, cada vez más imposibles, improbables, difusos, casi irrecordables. Al Coronel no le pasaba eso, el anhelo que heredó de las luchas pasadas cuando estaba en el ejército le seguía pareciendo claro y distinto: su pensión que no llegaba, el dinero que necesitaba para que su asmática esposa siguiera viva, para que su reflejo continuara en los espejos rotos, oxidados y envejecidos como la imagen misma que le habitaba cuando se aproximaba la mujer del Coronel a su luna amarillenta. Paseaba por el pueblo, el charol de sus zapatos se moteaba de partículas de lodo, se arremangaba los pantalones y se reacomodaba el sombrero al tiempo que se secaba la humedad de la frente y el recuerdo de su hijo asesinado. Era un pueblo lleno de fantasías muy posiblemente reales, como todos los pueblos de García Márquez, como todos los “Macondos” deformados en la imaginación del colombiano. Era un Coronel, parecido, al menos por el rango militar, a los otros “Coroneles” del Gabo, como los “Aurelianos” de “Cien Años de Soledad” y de “La Hojarasca”. Era un pueblo tropical, enmohecido por la lluvia constante, la lluvia de agua pre vaporizada y la lluvia de lágrimas de la soledad y el abandono, era un pueblo que se reía después de llorar, como el niño que seca sus lágrimas con una sonrisa que le calma y le prepara para seguir el juego. La lluvia incesante de Octubre se componía de las memorias del Coronel y sus vecinos, de las flemas de la asmática, de las gotitas de café de cada mañana de cada casa, de los suspiros de los ancianos, de la saliva de los chiquillos, del agua bendita del Padre Ángel, de los licores de la cantina, de la sangre de Agustín, del sudor de los cirqueros, del vaho invisible de las chismosas, de los jugos de las frutas que revientan contra el piso porque se caen de maduras, de los éteres de la lejanía, nadie sabe qué pasa en los “Macondos” del Gabo hasta que nos lo cuenta desde Colombia, desde México o desde Paris. La lluvia se disponía a bajar por los hilos de agua formados entre el empedrado de las calles, se dirigía al muelle y se unía al brazo de río en el que llegaba el correo todos los viernes en que el Coronel esperaba con ansias aburridas el arribo de la embarcación para sospechar que alguna notificación de su pensión llegaba en los rollos de periódicos y cartas provenientes de otros pueblos, de otras aguas y de otras lluvias. Pero no, los rollos de periódicos no estaban acompañados más que por la desinformación que la censura del gobierno permitía, no se hablaba de los viejos militares, tampoco de los jóvenes asesinados por luchar por sus ideales, tampoco de la nueva dominancia de la iglesia en los asuntos del gobierno, ni de la corrupta hegemonía de los partidos políticos enraizados en los pueblos bananeros. […] El coronel destapó el tarro del café y comprobó que no había más de una cucharadita. Retiró la olla del fogón, vertió la mitad del agua en el piso de tierra, y con un cuchillo raspó el interior del tarro sobre la olla hasta cuando se desprendieron las últimas raspaduras del polvo de café revueltas con óxido de lata. Mientras esperaba a que hirviera la infusión, sentado junto a la hornilla de barro cocido en una actitud de confiada e inocente expectativa, el coronel experimentó la sensación de que nacían hongos y lirios venenosos en sus tripas. Era octubre. Una mañana difícil de sortear, aun para un hombre como él que había sobrevivido a tantas mañanas como ésa. Durante cincuenta v seis años -desde cuando terminó la última guerra civil- el coronel no había hecho nada distinto de esperar. Octubre era una de las pocas cosas que llegaban. Su esposa levantó el mosquitero cuando lo vio entrar al dormitorio con el café. Esa noche había sufrido una crisis de asma y ahora atravesaba por un estado de sopor. Pero se incorporó para recibir la taza. -Y tú -dijo. -Ya tomé -mintió el coronel-. Todavía quedaba una cucharada grande. […] Tan olvidado estaba aquel pueblo que parecía sólo tener comunicación con el resto del mundo a través de ese pequeño muelle de madera rota y sucia y de esa embarcación que se confundía con un bote de inmigrantes. El pueblo del Coronel sólo se la pasaba distinto cuando llegaba el circo, la feria asemejada con los gitanos de Hungría, las sorpresas de los trapecistas y los trucos de los magos. Si el pueblo del Coronel desapareciera hoy del mapa y de la memoria de los pocos hombres que lo han habitado, nadie lo extrañaría, no hay aportes de ese lugar, nadie anhela visitarlo, nadie sale y nadie llega. Parece haberse estancado en el tiempo, no hay calendario que le afecte, no ha mutado su estado crítico de abandono, es una postal de lo que fue, es un eterno pasado congelado y conservado tras la humedad de las paredes, los lodos de las calles, las piedras, los hilos de agua, los musgos contemplativos que escuchan los pasos del Coronel, del médico, del Cura, de las mujeres que no pueden andar en tacones por el fango, de los niños que con cualquier montículo de tierra se divierten, de los perros que beben agua de los charcos, los ruidos de las campanas, de la fila para ver la película censurada por el Padre Ángel en el cinetucho del lugar, los rezos y cantos eclesiásticos en las calles, los silencios murmurantes de los velorios, como el velorio de Agustín, el hijo del Coronel. Un día lo mataron, quesque por un conflicto de galleros, pero el Coronel sabía que no, sabía que lo habían asesinado por sus ideas contra el gobierno, por distribuir prensa insurgente, prensa que la mitad del pueblo de seguro ni sabía leer. Pero igual la distribuía. ¿Cuántos asesinatos ocurren sobre cuerpos como el de Agustín? ¿Dónde están los mártires que murieron luchando por la justicia y la igualdad social? Agustín, el oficial de sastrería fue asesinado, tal vez se le acusaba de comunista, tal vez de ateo, tal vez de ambas. Pero fue asesinado como si pensar y disentir fuera un delito que amerita pena corporal y pena de muerte. El hombre que jaló el gatillo varias veces no sabía que además de asesinarlo a él, estaba asesinando lentamente a los padres del costurero. Agustín era el único soporte económico de la familia, su padre, el Coronel, no recibía la pensión del ejército ya hace lustros, y Agustín con su trabajo en la sastrería y una que otra pelea de gallos cubría los gastos de la casa y la enfermedad degenerativa de su madre. Pero tras su muerte, además mal catalogada como “pleito de galleros”, la pareja de ancianos estaba echada a su suerte con un gallo como única herencia, única esperanza, único recuerdo vivo y único motivo. […] El coronel se alarmó. Como tesorero de la revolución en la circunscripción de Macondo había realizado un penoso viaje de seis días con los fondos de la guerra civil en dos baúles amarrados al lomo de una mula. Llegó al campamento de Neerlandia arrastrando la mula muerta de hambre media hora antes de que se firmara el tratado. El coronel Aureliano Buendía -intendente general de las fuerzas revolucionarias en el litoral Atlántico- extendió el recibo de los fondos e incluyó los dos baúles en el inventario de la rendición. -Son documentos de un valor incalculable -dijo el coronel-. Hay un recibo escrito de su puño y letra del coronel Aureliano Buendía. -De acuerdo -dijo el abogado-. Pero esos documentos han pasado por miles y miles de manos en miles y miles de oficinas hasta llegar a quién sabe qué departamentos del ministerio de guerra. -Unos documentos de esa índole no pueden pasar inadvertidos para ningún funcionario -dijo el coronel. […] Había un olvido profundo y lastimoso, un olvido de décadas sobre los viejos combatientes. Son los hombres que formaron la nación, los que arriesgaron su vida por una patria autónoma y libre y hoy están arrumbados en una cama rota y vieja, entre sábanas frías y húmedas en pueblos sombríos, grises, tapizados de hongos, en casas que se caen a pedazos, que se desmoronan como polvorones en el puño del olvido. El tiempo no perdonó a los militares retirados. ¡Nunca se deja de ser soldado, ni aún en el retiro! Seguramente el Coronel y los demás viejos escucharon este grito de guerra el día de su condecoración y retiro por edad. Pero hoy, tras el paso de los años sólo queda el recuerdo de ser soldado, el título del grado que les guarda respeto porque el pueblo olvida el nombre pero no el rango militar. Solo quedan las fotografías flanqueando el espejo oxidado, los periódicos amarillos antiguos que reportaban las proezas de la milicia, la medalla colgada detrás de la puerta de la habitación, el uniforme ralo, verde, desgastado, con hilos colgando de las mangas, con agujeritos en el cuello, las botas altas con una carretera de agujetas y el fusil que ya no dispara en el ropero que encierra los tesoros del noble oficio de las armas. Al Coronel solo le quedaba su esposa y el gallo, su amigo Sabas, sus vecinos, el médico que le acompañaba a esperar el correo, la esperanza de una carta con su notificación del pago, le quedaba la esperanza, la espera, le quedaba tiempo, el mismo tiempo que le quedaba de vida. Su esposa moriría tal vez antes que él, y a él le quedaría solo el tiempo, porque los amigos se van, los vecinos también, pero el tiempo permanece: implacable, constante, disciplinado. El tiempo como una línea constante, el tiempo eterno, infinito para atrás y para adelante, y ese tiempo que le quedara al Coronel en su reloj de arena personal, sería lo único que le quedaba. Pero de tiempo y de espera no se come, con tiempo no se compra más mentol y eucalipto para el asma de su esposa, con tiempo no se recupera la vida de Agustín. Gabriel García Márquez nos entregó al Coronel y su historia, y con él nos dio la historia de todos los viejos olvidados, la historia de los pueblos lejanos, la historia de las luchas sociales, tal vez en ésta su novela más breve nos cuenta tanta realidad que nos pesa estar seguros de su certeza. Ahí está otra vez el Coronel, el viernes, esperando, en el muelle, ve a lo lejos una embarcación pequeña, entre las aguas que se ondulan despacio frente a la barca. Ahí están todos los viejos olvidados, frente a sus propios muelles esperando sus propios correos y sus propias barcas, en sus propios viernes. Ahí está el correo arribando, bajando los rollos en empaques de piel, las cartas, las revistas y el periódico. Y, a todos los viejos olvidados, al igual que al Coronel, el hombre del correo solo los mira con el rabillo del ojo y murmura, en una vocalización opaca y sorda: El Coronel no tiene quien le escriba.