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Tiempo de Lectura: Hierba común, señora. De esa que comen los burros

 

Eduardo Pineda Villanueva – Ciudadano del mundo – México

ep293868@gmail.com

 

[…]

                     Después de la guerra, cuando vinimos a Macondo y apreciamos la calidad de su suelo, sabíamos que la hojarasca había de venir alguna vez, pero no contábamos con su ímpetu. Así que cuando sentimos llegar la avalancha lo único que pudimos hacer fue poner el plato con el tenedor y el cuchillo detrás de la puerta y sentarnos pacientemente a esperar que nos conocieran los recién llegados. Entonces pitó el tren por primera vez. La hojarasca volteó y salió a verlo y con la vuelta perdió el impulso, pero logró unidad y solidez; y sufrió el natural proceso de fermentación y se incorporó a los gérmenes de la tierra. (Macondo, 1909)

[…]

                     Macondo se petrificó en la mente creativa de García Márquez, es un Aracataca deforme y mágico, es un Aracataca que viola las leyes físicas y biológicas de Aracataca pero que se parece mucho a ese mismo lugar. Es como si Aracataca fuera el “hecho” y Macondo el “derecho”, lo que “es” y lo que “debería ser”, respectivamente. Mientras que en el pueblo natal de Gabo no pasa nada (igual que en cientos de miles de pueblos de América Latina, donde la pobreza los congela y estatifica), en Macondo pasa de todo, y los personajes más insospechados son protagonistas. Los miedos, las fantasías, los fantasmas de las abuelas, la inmoralidad, el tiempo (flexible y suave), todo es posible, todo se encarna, todo huele, sabe y se escucha como si fuera parte de la realidad física. Macondo es la suma de todas las posibilidades.

Se asemeja, no coincidentemente sino porque ese era su lugar en la literatura universal, con la imaginación de Don Quijote: en la mente consciente y en los procesos oníricos de Alonso Quijano también cabe todo sentimiento y concepto imposible en nuestra realidad física. Ni Don Quijote ni Macondo son lugares donde habite la fantasía, en cambio son lugares que devienen de la fantasía y crean su propia realidad. Y en este sentido son, ambos, realidades que acompañan a la nuestra. Después de Cervantes y de García Márquez, ya no podemos afirmar que vivimos en un mundo. Vivimos en tres y los tres se mezclan, se complementan, se subyacen, se sobreponen y se recrean constantemente. No se equivocó Carlos Fuentes cuando al recibir el Premio Cervantes de Literatura de manos de los Reyes de España dijo, de pronto y sin previo aviso: “En un lugar de Macondo de cuyo nombre no quiero acordarme”    

De manera que aquello imposible de ser, estar o vivir en el planeta Tierra, en Macondo si es posible y en Don Quijote, también.

                     La hojarasca es la novela que aproxima las irrealidades tangibles de Macondo y que nos permite anticipar aquel escenario tan primitivo y joven que no todas las cosas tenían nombre y para referirse a ellas había que señalarlas con el dedo. Aquel río de aguas diáfanas y aquellas piedras que parecían huevos prehistóricos.

El Coronel Aureliano Buendía aparece y desaparece en La hojarasca como un espectro que se anclará en la literatura por la eternidad después de Cien años de soledad y cuyos hijos poblarán la imaginación de los escritores durante todos los años venideros. La obra de Gabo, al igual que Don Quijote constituye el eterno retorno, sustrato del que germinan los destellos luminosos de los escritores de nuestra lengua materna. Manantial inagotable, fuente de vida para lo que no puede vivir en forma física.

[…]

                     Y entonces me parece verlo, por primera vez, cómodamente muerto. Examino la habitación y veo que se ha olvidado un zapato en la cama. Hago una nueva señal a mis hombres, con el zapato en la mano, y ellos vuelven a levantar la tapa en el preciso instante en que pita el tren, perdiéndose en la última vuelta del pueblo. «Son las dos y media», pienso. Las dos y media del 12 de septiembre de 1928; casi la misma hora de ese día de 1903 en que este hombre se sentó por primera vez a nuestra mesa y pidió hierba para comer. Adelaida le dijo aquella vez: «¿Qué clase de hierba, doctor?» Y él, con su parsimoniosa voz de rumiante, todavía perturbada por la nasalidad: «Hierba común, señora. De esa que comen los burros.»

[…]

                     El instante mismo de la muerte es efímero y muy complicado de determinar, en los seres humanos: será cuando el corazón se detiene, será cuando la respiración cesa, será cuando alguien le cierra los ojos al cadáver, será cuando el último trozo de tejido termina de descomponerse (¿cuándo, en qué momento exacto termina de descomponerse?), será cuando la última persona que recordaba al difunto muere, será cuando el ataúd desciende al pozo o cuando la humedad del cuerpo se evapora tras la cremación. Cuándo ocurre la muerte, cómo definirla.

La hoja marcescente pasa por algo parecido: asida al árbol le da vida, cuándo éste requiere ahorrar sus recursos le prohíbe el agua y la hoja se desprende de la rama en trágico descenso hacia el sustrato que la fermentará y la volverá a la tierra en su forma atómica; de regreso a los elementos que la conforman, está ahora disponible para la misma planta o para otros organismos. Pero la hoja que muere en el instante mismo que se precipita, no ha muerto quizá del todo, porque en el suelo le espera otro proceso, otro tiempo por permanecer ahí, un tiempo que se difumina hacia la eternidad, hacia el infinito y constante retorno del ciclo de la vida y la muerte. De alimentarse, al ser ahora el alimento de otros, de su gobernanza de la luz solar y su incorporación a la tierra que le dio vida. Su lugar en el universo es cambiante, es accidental, pero su esencia de hoja, de órgano fotosintético, permanece en la vida que conserva el árbol: trasciende su propia muerte.

En Macondo, una de esas hojas que habitaban ya desprendidas de algún árbol entró junto con otras, revueltas y avejentadas por el viento. ¿Pudo una de esas hojas ser testigo del escenario funesto que se desarrollaba en la casa del médico? Tras suicidarse su cuerpo pendía del techo como adorno de la monótona habitación del ermitaño. Y nadie iba en su auxilio como nadie fue antes de ahorcarse para evitarlo. Nadie. Hubiera ido alguien si a alguien le hubiera importado la vida del doctor de personalidad monolítica y aspecto de cuadrúpedo herbívoro. Pero nadie asistió a su muerte, tuvo que ser el abuelo del niño que impávido y aburrido contemplaba después el encajonamiento del cadáver en el ataúd barato e irrelevante que le cobijaría durante su lenta descomposición.

El doctor había muerto y causaba más felicidad que extrañamiento entre los pueblerinos de Macondo porque todos le deseaban la muerte, porque hace años él les dejó morir pudiendo haber hecho algo por auxiliarles en medio de la desgracia, pero él no abrió la puerta de su casa ese día ni por los golpes y gritos que la turba propinaba pidiendo ayuda.

[…]

                     Se quedó a vivir en nuestra casa. Ocupó uno de los cuartos del corredor, el que da a la calle, porque yo lo creí conveniente; porque sabía que un hombre de su carácter no encontraría la manera de acomodarse en el hotelito del pueblo. Puso un aviso en la puerta (hasta hace pocos años, cuando blanquearon la casa, todavía estaba en su lugar, escrito a lápiz por él mismo en letra cursiva) y a la semana siguiente fue necesario llevar nuevas sillas para atender las exigencias de una numerosa clientela. Después de que me entregó la carta del coronel Aureliano Buendía, nuestra conversación en la oficina se prolongó de tal manera que Adelaida no dudó de que se trataba de un funcionarlo militar en importante misión y dispuso la mesa como para una fiesta. Hablamos del coronel Buendía, de su hija sietemesina y del primogénito atolondrado. No había corrido un trecho largo en la conversación cuando me di cuenta de que aquel hombre conocía bien al Intendente General y que lo estimaba en grado suficiente como para corresponder a su confianza.

[…]

                     Desde tres iniciales ópticas se vive la muerte y preparación del doctor ahorcado, una es la del niño, la otra, la de su mamá y la tercera, la del abuelo. Al final, así se escribe la historia de los hechos más memorables y también la de los acontecimientos más pasajeros, ordinarios y carentes de importancia. No hay una historia prístina, única y exacta, cada historia se amolda a su espectador, cada escena se ve afectada por el observador y no podremos nunca develar «la escena» si no tan solo observar «las escenas» y quedarnos con «nuestra escena».

Tal vez Don Quijote también se enriquece por esta multiplicidad de interpretaciones, tanto dentro de sus propias páginas en una dualidad entre el hidalgo y su escudero Sancho como fuera de ellas entre los millones de hombres y mujeres que la han soñado despiertos.

Así, el suicidio de un hombre llano, parco y de mal genio, ausente y lejano, causa las mismas policromías en su apreciación: desde el hartazgo del menor, la preocupación por “el qué dirán” de la madre y el pragmatismo del abuelo para resolver el entuerto lo antes posible. Pero el suceso mismo, el fenómeno (en términos heideggerianos) está oculto, nadie lo puede describir porque quien sea que lo intente lo contaminará con su apreciación e interpretación.

De manera que este recurso literario, narrar desde varias ópticas el mismo suceso, me parece una demostración entre líneas de que la realidad se oculta del público expectante y asoma tan solo una parte dada al prejuicio de cada quien. Por lo que no podemos conocer la realidad, ésta es, inaccesible.

Ni siquiera podemos narrar un sueño como fue, sino como percibimos que fue, ése es el privilegio del escritor, el inventor de realidades. Tal vez, junto al resto de los artistas, el escritor es de las poquísimas personas autorizadas a deformar la realidad y a crear realidades; aunque todos lo hagamos, el escritor tiene derecho a que se sepa que lo hace, los demás lo hacen sin derecho y sin saberlo. Nuestra propia realidad, tanto onírica como la que vivimos despiertos se oculta de nuestros sentidos y de nuestra inteligencia tras la forma en la que la vemos. Habitamos una realidad que no conocemos, que no podemos conocer y que deseamos conocer: esa es la verdadera tragedia humana.

Es común que el escritor recurra a sus propios personajes para culparlos de sus pecados veniales y enterrarlos en sus pecados mortales, se confiesa con el lector como fiel con su sacerdote a través de las personalidades estereoscópicas de sus personajes, el escritor «es» y «no es» cada uno de sus personajes. Estoy seguro de que si cada escritor acudiese al psiquiatra saldría con un diagnóstico por escrito de esquizofrenia. El escritor no puede habitar en una sola alma, no es un solo ser, es tantos y tantos seres que requiere a sus personajes para expiarlos, exorcizarlos y dejarlos salir al mundo entre páginas y tinta.

Cervantes fue un loco que urgió a Don Quijote y a Sancho a salir al mundo caballeresco a soñar increíbles aventuras, Cervantes temía soñarlas, temía pelear con los molinos y enamorarse de Dulcinea y parió a Don Quijote para que lo soñase por él.

García Márquez temía que el mundo no pudiese vivir Cien Años de Soledad y expió de su alma aquel pueblo que, aunque acotado orográficamente era infinito hacia sus adentros, igual que el número de números que hay entre dos números es infinito, Macondo lo era y por eso permanece y sigue creciendo hacia adentro. Nos metemos en el vórtice de Macondo y nos sumergimos en la realidad del Gabo por la misma razón por la que decidimos tomar un libro una tarde de lluvia con una copa de vino: la realidad, nuestra realidad, simplemente no nos basta.

[…]

                     Meme había traído un plato con dulce y dos panecillos de sal, de los que aprendió a hacer con mi madre. El reloj había dado las nueve. Meme estaba sentada frente a mí, en la trastienda, y comía con desgana, como si el dulce y los panecillos no fueran sino una coyuntura para asegurar la visita. Yo lo entendía así y la dejaba perderse en sus laberintos, hundirse en el pasado con ese entusiasmo nostálgico y triste que la hacía aparecer, a la luz del mechero que se consumía en el mostrador, mucho más ajada y envejecida que el día que entró a la iglesia con el sombrero y los tacones altos. Era evidente que aquella noche Meme tenía deseos de recordar. Y mientras lo hacía, se tenía la impresión de que durante los años anteriores se había mantenido parada en una sola edad estática y sin tiempo y que aquella noche, al recordar, ponía otra vez en movimiento su tiempo personal y empezaba a padecer su largamente postergado proceso de envejecimiento.    

[…]

                     La literatura latinoamericana destaca, entre otras cosas, por su exquisito grado de detalle, no sólo en la creación de atmósferas, sino en resaltar movimientos, acciones, sentimientos y pensamientos que bien podrían pasar desapercibidos: la luz, el aroma de los lugares y su asociada temperatura, los colores y la presión del aire, los movimientos de las partes del cuerpo, el ritmo al caminar, las pausas al hablar, una mirada furtiva, un guiño del ojo, un ceño fruncido, un simple parpadeo, carraspear, desviar la mirada, reacomodarse en la silla, recordar por un olor, dejar fluir una discreta lágrima tras escuchar una nota musical, sentir el viento en la cara y resecar los párpados, revolver la hojarasca del suelo, alzar la mirada hacia las nubes, contemplar un árbol desde una banca, abrazar la almohada, percibir el frío de las sábanas, olvidar un sueño que había sido muy lúcido, apretar los dientes, rascar el entrecejo o la punta de la nariz, tomar aire para contener la furia, frotarse las manos, apoyar los codos en los muslos, campanear los pies en un asiento, hacerse tronar la espalda acercando los hombros, el vaivén del cuello, empujar los lentes hacia la frente, parpadear rápidamente, suspirar, tener un recuerdo vago, sonreírle al viento, acomodar un retrato en la pared, dar un sorbo al café, tallarse los ojos al despertar, abotonar una camisa, patear una piedra, pararle el alto a un autobús, extrañar a alguien, despedirse, regresar, respirar, pensar, desear.

[…]

                     Guardó silencio de pronto. En el comedor quedó vibrando el tintineo metálico de la cuchara. Yo acabé de almorzar y prensé la servilleta debajo del plato. En eso se oyó, en la oficina la musiquita festiva del juguete de cuerda.

[…]

                     Es, el detalle de apreciación y descripción, en una realidad expiada de alma del escritor, lo que la ancla a la realidad cotidiana y la hace parecer la misma. Nos confunde, nos perturba, nos vaticina un regreso cuasi inmediato al libro esa ida y vuelta entre ambas realidades y por eso nos contagia, nos atrapa, nos ancla a ambas y de nosotros depende decidir en cuál habitaremos. Don Quijote enloqueció, Don Quijote se perdió en el vórtice de la ida y vuelta de sus propias historias que no eran suyas sino de su creador. Todos somos Don Quijote cuando tenemos un libro abierto, todos somos la hojarasca y sus gérmenes de la tierra, todos estamos locos si a la locura se le define como la falta de concepción de una realidad única e inmóvil. Todos vamos al psiquiatra pero lo ignoramos, nos complace la locura, nos hastía habitar en un solo mundo, somos errantes porque somos humanos, viajamos sabiendo que tenemos donde volver, y no queremos volver mientras tengamos la seguridad de ese hogar al cual volver, porque somos soñadores que odiamos despertar pero soñamos con confianza y en la seguridad de que el primer rayo de sol nos traerá de vuelta a la cotidianeidad. En el librero guardamos los sueños de otros, los pecados de otros y nos miramos en ellos porque sus autores tuvieron el valor de dejarlos ahí para otros, para nosotros.

¿Dónde nació la literatura hispana?

-En la mente de Don Quijote

¿Dónde vive?

-En Macondo

 

 

 

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