Tiempo de Lectura: Donceles 815 , Ciudad de México Archivo - Archive Ciencias y Comunicación - Science and Communication Enero 2021 15 de enero de 202115 de enero de 2021 Eduardo Pineda Villanueva – Ciudadano del mundo – México ep293868@gmail.com La ficción genera humedades, obscuridades, olores y sabores que sin la agudeza del escritor para definirlos en la atmosfera de su historia serían inasequibles, efímeros y tan livianos que desaparecerían y reaparecerían tan pronto encuentren otro lector. Pero en Aura, una de las obras icónicas de la literatura hispanoamericana, la atmósfera perdura y se reproduce en cada lector casi de manera idéntica, lo cual le da autenticidad y vida propia. Es, quizá, una de la pocas obras literarias que no necesitan al lector para existir, existe por motu proprio, tiene vida y, sin bien es cierto va al lector, éste no la recrea, sólo la contempla. Otras obras, la inmensa mayoría de ellas, son recreadas en las imaginaciones y ensueños del público, pero Aura no, Aura vive y se eterniza en su propia atmósfera, en el domicilio inexistente de la calle Donceles, en el número que no corresponde a ningún predio, en la figura intangible pero eterna de una mujer esmeralda, en el sabor de un vino rancio, en el asco de un guiso de riñones, en la puntualidad de unos ojos rojos en medio de la obscuridad de una lúgubre habitación que trasciende por su aroma a mujer: avejentada y medicada con ungüentos vaporizantes que inundan su ancianidad. Aura es una oda a la soledad, es la historia misma de la soledad, no de una persona sola, no es un ser que se encuentra un día con su propia soledad. ¡No! Es la historia de la soledad misma. Por eso es fría, por eso no nos necesita, porque está sola. Aura es inmóvil, es constante y permanente. No muta, la soledad no muta, la soledad es un estado del ser y una condición del alma para subyacer en el mundo de los cuerpos frívolos y plastificados. La soledad de la casa de Donceles 815 es un templo al silencio, al frío que se cuela por las costuras de la ropa, a la obscuridad en la que sí es posible ver porque no se necesita luz para ver el vacío inerte de la soledad permanente. Es constante y perseverante, no se rinde , envejece y rejuvenece igual que su personaje femenino, es letal con la ciudad que la rodea, la ha asesinado, no la quiere dentro de sí, le cerró la puerta hace años, hace décadas. Es una muestra de un país que ya no existe, es un feto de la Ciudad de México que estaba por nacer en siglo XX pero se quedó conservado en formol. Es un embrión, es un ser nonato, es el hijo de las influencias francesas del porfiriato pero se embalsamó tras los musgos del corredor de la casa, se embriagó con el vino rancio, se indigestó con el guiso de riñones y se enclaustró en los apuntes del General Llorente. […] Lees ese anuncio: una oferta de esa naturaleza no se hace todos los días. Lees y relees el aviso. Parece dirigido a ti, a nadie más. Distraído, dejas que la ceniza del cigarro caiga dentro de la taza de té que has estado bebiendo en este cafetín sucio y barato. Tú releerás. Se solicita historiador joven. Ordenado. Escrupuloso. Conocedor de la lengua francesa. Conocimiento perfecto, coloquial. Capaz de desempeñar labores de secretario. Juventud, conocimiento del francés, preferible si ha vivido en Francia algún tiempo. Tres mil pesos mensuales, comida y recamara cómoda, asoleada, apropiada estudio. Solo falta tu nombre. Solo falta que las letras más negras y llamativas del aviso informen: Felipe Montero. Se solicita Felipe Montero, antiguo becario en la Sorbona, historiador cargado de datos inútiles, acostumbrado a exhumar papeles amarillentos, profesor auxiliar en escuelas particulares, novecientos pesos mensuales. Pero si leyeras eso, sospecharías, lo tomarías a broma. Donceles 815. Acuda en persona. No hay teléfono. […] Parte de la historia de la soledad está escrita en francés, está atesorada en los baúles del tiempo, apenas iluminados por el reflejo de los pabilos incendiados entre cera escurrida y taciturna, es un reflejo que los monjes medievales conocieron muy bien pero que las ciudades ajetreadas como la capital mexicana desconocen y sin embargo es un reflejo escondido en Donceles 815. Habita para iluminar el trabajo de Felipe Montero y animar sus reflexiones sentimentales respecto a la mujer esmeralda. Coexiste con la colección de ancianidades, con los tejidos que cobijan la casa, con la humedad que se mete por las fosas nasales. Ese reflejo de la cera amorfa y escultórica danza con las vibraciones de la campana del comedor y se contonea por entre la negrura al ritmo agudo del badajo fino que invita a la mesa. Las fojas de los apuntes francófonos y escritos desde la lejanía, del otro lado del Atlántico norte, han esperado por lustros las manos y la memoria idiomática de Felipe Montero para desentrañar los recuerdos que le dan vida a la mujer postrada junto al conejo blanco de ojos carmesí, le dan esperanza de volver a esperar algo. La soledad que no experimenta la anciana si no que la anciana es, permanece quieta tras la posibilidad de que un experto en lengua francesa pueda revisar las memorias y devolver al General Llorente fuera del baúl que más que gaveta parece un ataúd y cuyo contenido asemeja los restos humanos que tras la putrefacción por fin serán exhumados. Minúsculos pedacitos de las fojas que se confunden con el polvo dejan su huella en los dedos del historiador Felipe Montero y la poca relevancia de su contenido le hacen pensar que sólo pretexta la anciana su revisión para tenerlo enclaustrado entre los muros helados, para alimentarlo con guiso de riñones, para hipnotizarlo con esos ojos verdes de la joven que parece que flota por las habitaciones, para aturdirlo con los cantos estridentes del badajo que llama al comedor. Pero aun así el historiador no cesa en su tarea de revisionista y traductor. Le apasiona la historia bélica y le intriga la casa y sus misterios. Nunca imaginó encontrarse con la soledad edificada en una casa y personificada en dos mujeres. […] Levantaras los ojos, que habías mantenido bajos, y ella ya habrá cerrado los labios, pero esa palabra: —Volverá— vuelves a escucharla como si la anciana la estuviese pronunciando en ese momento. Permanecen inmóviles. Tú miras hacia atrás; te ciega el brillo de la corona parpadeante de objetos religiosos. Cuando vuelves a mirar a la señora, sientes que sus ojos se han abierto desmesuradamente y que son claros, líquidos, inmensos, casi del color de la córnea amarillenta que los rodea, de manera que solo el punto negro de la pupila rompe esa claridad perdida, minutos antes, en los pliegues gruesos de los párpados caídos como para proteger esa mirada que ahora vuelve a esconderse, a retraerse —piensas— en el fondo de su cueva seca. —Entonces se quedara usted. Su cuarto está arriba. Allí si entra la luz. —Quizás, señora, sería mejor que no la importunara. Yo puedo seguir viviendo donde siempre y revisar los papeles en mi propia casa… —Mis condiciones son que viva aquí. No queda mucho tiempo. —No sé… —Aura… La señora se moverá por primera vez desde que tu entraste a su recamara; al extender otra vez su mano, sientes esa respiración agitada a tu lado y entre la mujer y tú se extiende otra mano que toca los dedos de la anciana. Miras a un lado y la muchacha está allí, esa muchacha que no alcanzas a ver de cuerpo entero porque está tan cerca de ti y su aparición fue imprevista, sin ningún ruido —ni siquiera los ruidos que no se escuchan pero que son reales porque se recuerdan inmediatamente, porque a pesar de todo son más fuertes que el silencio que los acompañó— […] Aura, escrita en segunda persona, en modo imperativo, es un juego a ser Dios, es la creación de un mundo sin paralelo, es un mundo en una casa, es una realidad aparte, es una tierra que toca los límites del universo, que se limita por el magnetismo y el espacio sideral, como si fuera un planeta aparte, porque dentro de las paredes se abarca todo, existe todo, no se necesita nada que esté afuera, incluso penetra el único rayo de luz plateada de la luna que finalmente es un único rayo de sol reflejado en la luna. Carlos Fuentes gobierna a Felipe, a Consuelo y a Aura y los crea y los establece para que coexistan y sus almas se entrelacen: trenza tres espíritus en la cabellera de una casa viva, vetustamente viva. Fuentes coloca a un nuevo Adán y a una nueva Eva en un paraíso conspicuo, húmedo, obscuro, con olor a moho y a riñones en salsa, es un paraíso que no necesita discordia, que no necesita a Dios, quizá tal vez si a su hijo como observador a ratos. Donceles 815 es un paraíso que dará a luz una producción literaria sin igual, marcará un estilo de escritura y nos conducirá por un género de misterio, historia y seducción que reverberará en la tinta hispanohablante por las décadas venideras, ya son casi sesenta años de Aura y sigue tan joven como la mujer que flota en su vestido verde y tan vieja como la mano arrugada de Doña Consuelo, y sus lectores la siguen abrazando y en sus brazos se pierde el cuerpo pequeño de Aura y en sus labios se descarna la boca de Consuelo. Pero Carlos Fuentes tuvo que desentenderse de la casa y de la historia de la soledad, porque le dio vida propia y en un momento, tal vez de su adolescencia literaria, el relato que nos ha estremecido durante seis décadas se reveló y le dio la espalda a su padre. Habita por sí mismo en los libreros; como ya dijimos: no nos necesita. Pero nosotros si necesitamos de este relato, urgidos estamos de nutrirnos con las tinieblas de la casa 815 de Donceles. Es menesteroso abandonar la ciudad asesinada por la casa y refugiarnos mejor dentro de ella, todos somos Felipe Montero al menos a ratos, al menos por instantes o al menos por algunas vidas. Todos somos Aura y todos somos Consuelo cuando soñamos despiertos, cuando nos atrapa la rutina y la edad y nos retornamos a la juventud pasajera y breve, la sujetamos y anclamos al menos con el color de nuestros ojos. Todos hemos sido el General Llorente: inexistentes tan solo por el recuerdo de alguien, posibles en las fojas que llenamos de tinta aunque sea irrelevante nuestro escrito. Todos los escritores y lectores somos habitantes de la casa de Aura. Somos fantasmas entre sus paredes, somos cera escultórica de sus candelabros de bronce manchados por la eternidad que los contiene. […] —Aura. . . te amo —Si, me amas. Me amarás siempre, dijiste ayer. .. —Te amaré siempre. No puedo vivir sin tus besos, sin tu cuerpo. —Bésame el rostro; solo el rostro. Acercarás tus labios a la cabeza reclinada junto a la tuya, acariciarás otra vez el pelo largo de Aura: tomarás violentamente a la mujer endeble por los hombros, sin escuchar su queja aguda; le arrancarás la bata de tafeta, la abrazarás, la sentirás desnuda, pequeña y perdida en tu abrazo, sin fuerzas, no harás caso de su resistencia gemida, de su llanto impotente, besarás la piel del rostro sin pensar, sin distinguir: tocarás esos senos flácidos cuando la luz penetre suavemente y te sorprenda, te obligue a apartar la cara, buscar la rendija del muro por donde comienza a entrar la luz de luna, ese resquicio abierto por los ratones, ese ojo de la pared que deja filtrar la luz plateada que cae sobre el pelo blanco de Aura, sobre el rostro desgajado, compuesto de capas de cebolla, pálido, seco y arrugado como una ciruela cocida: apartarás tus labios de los labios sin carne que has estado besando, de las encías sin dientes que se abren ante ti: veras bajo la luz de la luna el cuerpo desnudo de la vieja, de la señora Consuelo, flojo, rasgado, pequeño y antiguo, temblando ligeramente porque tú lo tocas, tú lo amas, tú has regresado también… […] Desfasar y transgredir un concepto como el tiempo solo es posible a través del arte. La técnica modifica la realidad, la ciencia explica la realidad desde la razón, la teología explica la realidad desde la fe, las humanidades dan sentido y esencia a la realidad, las matemáticas proporcionan un lenguaje universal para describir la realidad… Pero el arte, crea su propia realidad. Por eso en esta obra culmen del idioma español, Carlos Fuentes permite el desfase del tiempo y el retorno eterno de dos mujeres en la misma mujer, eleva la dualidad temporal de la juventud y la vejez entorno al hipnotizado Felipe Montero. Porque la mujer es el ser que puede dividirse, que acompaña y está permanente en la historia como la madre y la amante, como protagonista y como progenitora de cualquier otro posible protagonista. Cito a Jules Michelet: “El hombre caza y lucha. La mujer intriga y sueña; es la madre de la fantasía, de los dioses. Posee la segunda visión, las alas que le permiten volar hacia el infinito del deseo y de la imaginación… Los dioses son como los hombres: nacen y mueren sobre el pecho de una mujer”