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Tiempo de Lectura: Tras el ictus del flaco de Úbeda

 

Eduardo Pineda Villanueva – Ciudadano del mundo – México

ep293868@gmail.com

 

A la orilla de un poemario las aguas de su caudal y la brisa del torrente que se levanta invitan a nadar, pero hay una agresividad en la corriente, un riesgo que recalca la invitación, hay toda suerte de posibilidades cuando el libro no ha sido abierto. Nadie se baña dos veces en el mismo río, rezaba Heráclito ante sus pupilos; nadie lee dos veces los mismos versos, asegura el abandonado, el soñador y el insensato en sus edictos.

El poema es irreverente, el poema es un combate, es una colección de rimas que cualquier sentimiento abate y levanta, y sustituye, y reemplaza, y da una vuelta, y redunda en la primer palabra sin ser ésta la última pero si la de la pausa.

Es un respiro, un suspiro cargado de razonamientos que detienen el diafragma, como si un universo completo se develara en la cara del lector, como si el poeta jugara a las damas en el tablero de nuestra alma. Intercambia las fichas que saltan en la cuadrícula,  quiere conquistar el otro lado del libro y de su tapa, quiere habitar en nuestra imaginación y si no lo consigue quiere tan solo retorcer, por un instante, nuestra noche y el alba.

Un deseo por arrojarse a la muerte dio a Joaquín Sabina un motivo para arrastrar la pluma en las páginas del olvido, el olvido de la depresión, del fantasma del deceso. ¡No se me mueran nunca! Exigía, imperativo, Sabina a sus feligreses en un concierto que rememoraba todos esos motivos que nos sobran. Sus amigos, lo cercanos y los íntimos le convidaron escribir un ato de sonetos y le salvaron de las feroces garras de un funeral que no le iba. ¡No te nos mueras nunca! –Le decían. Escríbenos tus versos, y abre el manantial que en su descenso río se vuelva: peligroso, implacable. Inúndanos con la sonrisa después de cada endecasílabo y devuélvenos después el abril que nos han robado y el sin embargo impronunciable. Que después del ictus, todas tus palabras que dolían rimen con la palabra melancolía.

Escudriñar en la rima de un suicida es como buscar las pléyades en el cielo alumbrado por la ciudad que respira ¡Madre mía! ¡Ahora a pensar en la rima de Sabina! ¡Qué difícil! ¡Qué ironía!

Usa mi llave cuando tengas frío,
cuando te deje el cierzo en la estacada,
hazle un corte de mangas al hastío,
ven a verme si estás desencontrada.

No tengo para darte más que huesos
por un tubo y un salmo estilo Apeles
y páginas anémicas de besos
y un cubo de basura con papeles.

Ni me siento culpable de tu lejos,
ni dejo de fruncir los entrecejos
que usurpan de tus ojos la alegría,

si quieres enemigos ya los tienes,
pero si socios buscas ¿cuándo vienes
a repartir conmigo la poesía?

El endecasílabo XXXV del poemario Ciento volando de catorce escrito por Joaquín, es con claridad una muestra de las aristas des las cuales se puede apreciar la obra escrita por el flaco de Úbeda. Como si cada verso fuera un cubo de vidrio: transparente pero con esquinas, asible pero insondable, un secreto que aunque sea contado no devela ni la más mínima mentira.

Hay, seguramente, quien se pueda atrever a poner alguna melodía detrás de las grafías, porque a Sabina lo conocimos cantando, pero si le quitas el bombín y lo sientas en un banco, seguramente también encontrarás a un poeta rimando. Cuánta inspiración hay en los sonetos, de Quevedo por las risas y de Lorca por los susurros y los llantos, cuanto deseo y anhelo, cuantos sueños y terribles vigilias, cuantos cigarrillos sin haber sido fumados, cuantas drogas adictas a su mente, cuantas horas que no pasaron tras su muerte.

Anochece, deliro, me arrepiento,

desentono, respiro, te apuñalo,

compro tabaco, afirmo, dudo, miento,

exagero, te invento, me acicalo.

 

Acelero, derrapo, me equivoco,

nado al crowl, hago planes con tu ombligo,

me canso de crecer, me coco el coco,

cara o cruz, siete y media, sumo y sigo.

 

Juego huija, me aprieto las clavijas,

me enfado con el padre de mis hijas,

abuso del derecho al pataleo.

 

Resbalo, viceverso, carambola,

este verso no pega ni con cola,

me disperso, te olvido, de deseo.

El poeta es un rebelde instruido, un revolucionario sin rifle, un enamorado sin pareja, el último tren que ya se ha ido. El rebelde es, como dije, quien habita en la obsolescencia del pasado y no se aleja. Un loco, un solitario, uno que espera pero no encuentra, si encuentra deja de esperar y en la espera sobrevive, ¡Que no encuentre nunca lo que espera!

El poeta es un aliado de la muerte porque nos mantiene vivos. -¿Qué sería de la muerte si ya no hubiera vivos?- El poeta es un aliado de la muerte: amigos, cofrades, proveedor y cliente, por eso a Sabina le dijo que se quede para que le retenga por aquí otro rato a su gente.

Escribir poesía, sonetizar la realidad y hacer rimar las concupiscencias de la vida es, sin duda, un trabajo de taller, un trabajo con sudor, un borrar y reescribir, un imaginar y encontrar la palabra imaginada, es tomar las letras como cincel y martillo y esculpir una figura de humo que cada lector guarezca en un molde taciturno, borroso y esquivo; cambiante de acuerdo a la realidad del lector. Cada molde es diferente, por eso el poeta escribe para que cada quien dé la forma que quiera a su escultura vaporizada, por eso es amplio en sus palabras periféricas pero agudo y punzante en su centro. Es como si las letras orbitaran una masa gravitatoria, un agujero negro en el medio del soneto, como si las ideas fueran satélites de un punto de luz constreñido y el poema completo un universo entero. Quienes leímos a Joaquín somos habitantes de varios universos, somos adornos intercambiables de varias vitrinas, somos de varios mundos mudanceros, somos una casa sin cortinas.

¿Quien programa la fe del carbonero,

quién le quita los puntos a las íes,

quién descarta las cartas al cartero,

quién me llora las gracias cuando ríes,

 

quién privatiza en pan y la hermosura,

quién patenta portales de Belén,

quién empuña puñales con tonsura,

quién me tortura, quien me quiere bien,

 

quién duerme con cilicio y gabardina,

quién riega el farolito de la esquina,

quién me ha trucado el dado del parchis,

 

quién paga intereses al moroso,

quién cobra sin cazar la piel del oso,

quién guisa con aceite de hashish?

En la vida del escritor está, como una sombra: el editor. Una figura fantasmagórica, un potencial conjunto de amenazas al edificio construido, un examinador, un cirujano de los textos que extirpará los tumores, las palabras neoplásicas, las comas y los puntos patológicos, que clavará alfiles al vudú textual que tiene en sus manos. Pero sin él el poema no vería la luz, el poeta no podría parir; el editor es, la comadrona, la partera de la poesía, la que separa el cordón umbilical que une al creador y su creación.

Y de vez en vez, de cuando en cuando, entre el editor y el escritor está el amigo, el que no tendrá ningún reparo en vapulear y destruir al vudú-poema, al que no le preocupa el alma del poeta porque sabe cómo está constituida. Y por eso Joaquín le envió su borrador a Benjamín Prado, como una anticipación del destierro, para que a su paso por sus cuartillas dejase marcas como un arado.

Benjamín recibió de Joaquín una carta y adjunto, el borrador. Esta fue la carta:

Dilecto Benjamín:

Hay un entrance de hacer público un ato de sonetos y úrgeme contar con tu discreto parecer en tan intrincado lance, demasiado pedir, pero lo pido como quien pide un cable generoso, aunque por una vez, más que piadoso, intratable has de ser como el olvido, y pues que asumo vaya por delante mi bisoñé en tales menesteres, ayúdame a montar a Rocinante, ilústrame clavándome alfileres; a tu amistad acudo como un niño que en el hall del parnaso se desnuda, sobrado como estoy de tu cariño, oráculo te quiero de mis dudas.

Tacha, corrige, búrlate, mejora sin dejarte un pelo en el tintero, compite en quites como los toreros que descerrajan cajas de pandora. Un verso, es una bala sin destino que pocos cantan y que nadie lee, el caso es que al rimar se hace camino dijo el único santo en que uno cree.

Claro que me equivoco, tantas veces, que no bastan los dedos de ambas manos para atajar la sangre que parece azul en las estrofas de mi hermano, tu vida invoco Benjamín querido sin ser el primogénito de nada, el día después de todo tu partido compartirá el autor de mis baladas.

Y lo firmo en Madrid, en Relatores, uno de tantos viernes de dolores.

Una vez publicado el libro, la patria que vio caminar por sus ciudades a Joaquín Sabina le convocó de nuevo, le pidió un descanso de los escenarios cantaores y le conminó a unas tardes noches de bohemia y recitación al lado de otras ilustres plumas y en tono con públicos conocedores de las rimas.

Así, llegó a Úbeda, y en marco eclesiástico (porque de foro fue una iglesia), rezó junto a Prado sus versos y coreo al final sus notas de improviso, en franca guerra de poemas y aforismos echaron tras el escocés el aviso:

Cuando se pudra el cielo, cuando silben las balas, sabrás que dejo todo si dices tú me dices “ven”,

porque sigues contando conmigo por las malas, hasta que descarrile mi penúltimo tren.

 

Y tendremos a Sabina, su bombín y las arrugas de su voz, y tendremos más notas y más versos y más rimas para aguatar este mundo atroz. Y sin ecos ni paraíso, más con las espinas que con los pétalos de cada flor, susurrando, llorando y sonriendo, se pasan los Ciento volando de catorce: el poemario de un cantaor.

 

Maldito amor el nuestro si caemos

en la trampa mortal de las parejas,

si queremos querer y desqueremos,

si empezamos el living por las rejas.

 

Maldito sea el hall de los despachos,

los ángeles dormidos en las rama,

el garrafón del bar de los muchachos,

los gajes de los trajes de la fama.

 

Malditas sean las pugnas fratricidas

entre el macho y la hembra, resignados

al duelo de juzgados homicidas.

 

Malditos sean los gritos destemplados,

malditas sean las bocas desabridas,

la justicia de los ajusticiados.

 

 

 

 

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