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Tiempo de Lectura: El tiempo circular y las desaveniencias de México a través de la óptica de Rulfo

Eduardo Pineda Villanueva – Ciudadano del mundo

México

ep293868@gmail.com

 

Rio de letras, manantial de ideas. Torrente inagotable de posibilidades infinitas, creación de mundos alternos e imposibles. Realidades aparte, conciencias maltrechas. Voces, murmullos, sonidos guturales, silencios ensordecedores. Muertos que no descansan, pecados que atan y esclavizan. Luces a medias, nieblas espesas. Humos, caminos sin transitar. Puertas de aire, océanos hondos de tierra infértil. Muerte por doquier, palabras del campo. Anhelos desde la pobreza, vastedad de carencias. Tierra de piedras, aire ya respirado en el pasado. Estruendos, gotas gruesas que perforan la arena. Agujas enclavadas en el ombligo, riñas por que sí. Campo abandonado, élites ajenas. Tiempo no lineal, pasado eternamente presente. Desfase del universo, lejanía a la vista. Imaginaciones indecibles, paisajes desdibujados. Timidez arrojada al vacío del olvido de la ruralidad mexicana. Arcaísmos salvados, modernidad desbordada en innovación. Mexicanismos pueblerinos, estructuras mágicas. Horizontes difuminados en arenas estériles sobrepobladas de fantasmas. Amor sin propiedad, tesitura de humedades. Mujeres-sueño: imposibles y perpetuas. Recorridos, viajes, tránsito estacionado en la complejidad del tiempo enredado en sí mismo, el tiempo precolombino y sagrado que a los conquistadores se les olvidó ultrajar y por eso prevalece. Tiempo evaporado por los calores de Comala. Misericordia y venganza en la misma daga y en la misma herida. Amanecer y crepúsculo, horas inciertas. Cuentos y novela, trampas con letras. Lectura en unos días y perplejidad eterna: así es la literatura y la fotografía de Juan Rulfo. Escritor mexicano que hoy acecha desde la Media Luna como uno de sus muertos, y que hoy recorre el camino con sus lectores como el arriero Abundio Martínez en las próximas líneas que no serán sobre él las últimas.

Este mundo, que lo aprieta  a uno por todos

lados, que va vaciando puños de nuestro polvo

aquí y allá, deshaciéndonos en pedazos como si

rociara la tierra con nuestra sangre. ¿Qué hemos

hecho? ¿Por qué se nos ha podrido el alma?

Los pobres en la obra literaria del escritor jalisciense son los pobres más carentes, los más desprotegidos, los inferiores y excluidos, los que ni siquiera tienen historia, los que piden algo de algo, lo que sea, pero algo. Si un país como México no existiera pensaríamos que son personajes ficticios, apaleados desde su creación misma por el cuentista, pero no. Son todos ellos posibles, trágicamente posibles, desgraciadamente posibles. Son el resultado de las contradicciones de la revolución mexicana: los nadie, a los que no se extraña si mueren, pero que se niegan a morir o están incluso imposibilitados a morir. Es la pobreza de identidad, de trascendencia. De no ser por Rulfo ¿dónde estaría grabada la memoria de los pobres de la revolución? Seguramente en ningún lado, ni siquiera acaso en el conteo ocioso de los revisionistas del discurso oficialista de los partidarios del México posrevolucionario.

…Daba gusto mirar aquella larga fila de hombres cruzando el Llano Grande otra vez, como en los tiempos buenos. Como al principio, cuando nos habíamos levantado de la tierra como huizapoles maduros aventados por el viento, para llenar de terror todos los alrededores del Llano. Hubo un tiempo que así fue. Y ahora parecía volver. De allí nos encaminamos hacia San Pedro. Le prendimos fuego y luego la emprendimos rumbo al Petacal. Era la época en que el maíz ya estaba por pizcarse y las milpas se veían secas y dobladas por los ventarrones que soplan por este tiempo sobre el Llano. Así que se veía muy bonito ver caminar el fuego en los potreros; ver hecho una pura brasa casi todo el Llano en la quemazón aquella, con el humo ondulado por arriba; aquel humo oloroso a carrizo y a miel, porque la lumbre había llegado también a los cañaverales.

La cotidianeidad hecha literatura, quizá ése fue el logro máximo de Juan Rulfo. Prender fuego a la milpa después de la cosecha y antes de “voltear” la tierra para la próxima siembra es tan habitual como pizcar el maíz o caminar desde el jacal hasta la parcela, pero, tanto caminar como cosechar, en el pensamiento rulfiano tenían un tinte de poesía en movimiento, era lo común hecho prosa, era la vida narrada en el regocijo literario, era ensalzar y adornar con pobreza poética e innecesaria retórica la vida del campo. La inocencia de la rutina campesina era la materia prima de la creación literaria. Pero había una deformación de la vida habitual, había un toque siempre de fantasía, de imposibilidad, de misterio y a veces de terror en las atmósferas de Rulfo.

Sin embargo, para los lectores citadinos, la cotidianeidad del campo es extraña y única, y tal vez en esa disociación de lo cotidiano entreverado y condimentado con la ficción de Juan Rulfo es donde los lectores encontramos cual sortilegios palabras, frases y eventos absolutamente auténticos.

…Pero al quitarse él de enfrente, la luz de la luna hizo brillar la aguja de arria, que yo había clavado en el costal. Y no sé por qué, pero de pronto comencé a tener una fe muy grande en aquella aguja. Por eso, al pasar Remigio Torrico por mi lado, desensarté la aguja y sin esperar otra cosa se la hundí a él cerquita del ombligo. Se la hundí hasta donde le cupo. Y allí la dejé. Luego luego se engarruñó como cuando da el cólico y comenzó a acalambrarse hasta doblarse poco a poco sobre las corvas y quedar sentado en el suelo, todo entelerido y con el susto asomándosele por el ojo…

…Ya la luna se había metido del otro lado de los encinos cuando yo regresé a la Cuesta de las Comadres con la canasta pizcadora vacía. Antes de volverla a guardar, le di unas cuantas zambullidas en el arroyo para que se le enjuagara la sangre. Yo la iba a necesitar muy seguido y no me hubiera gustado ver la sangre de Remigio a cada rato.

Me acuerdo que eso pasó allá por octubre, a la altura de las fiestas de Zapotlán. Y digo que me acuerdo que fue por esos días, porque en Zapotlán estaban quemando cohetes, mientras que por el rumbo donde tiré a Remigio se levantaba una gran parvada de zopilotes a cada tronido que daban los cohetes.

De eso me acuerdo.

La muerte, proximal y certera, era un factor común en la narrativa del escritor de Sayula, pero sólo la muerte en primer plano, porque la muerte definitiva era un tanto más costosa de ganar para sus personajes, así, vemos en Pedro Páramo (única novela escrita por Rulfo), que a pesar de que los personajes están todos muertos e incluso el narrador, protagonista por antonomasia, Juan Preciado, también lo está hacia la mitad de la narración. En realidad sólo están muertos en su forma corpórea, pero sus almas sigue en pena, las almas de los muertos de Comala, pueblo epicentro de los dimes y diretes de Pedro Páramo, están vagando, están en un tránsito inacabado entre la vida y la muerte. Los retiene el pecado, están purgando y en ese purgatorio dantesco se desarrolla la trama. Comala es un pueblo en medio del desierto, de tierra estéril y honda, inundada de piedras, extraída de cualquier paisaje de las tierras que produjo la reforma agraria. “La tierra es de quien la trabaja”, sentenció Emiliano Zapata, caudillo de la revolución mexicana; pero en Comala la tierra circunvecina no se puede trabajar, es estéril, está seca y Comala es un pueblo desértico, obscuro, sombrío y seco. Un pueblo muerto, que, aunque años atrás rebosaba de hijos bastardos del cacique Pedro Páramo, ahora está muerto, hundido en la pobreza. Sus muertos eran pobres y ni el más allá podían anhelar, porque sus almas penaban por la culpa, por el pecado.

En esta tragedia de las legiones de muertos en pena, podemos observar en demasía el brazo poderoso, hipócrita y gobernante de la iglesia católica como institución en el México campirano de la posrevolución: en vida los ata al pueblo la pobreza que conduce a la salvación, y en muerte los ata el pecado que les niega la salvación. Es, Comala, como muestra representativa de una nación en construcción, el ejemplo de la tragedia del pobre, que además de pobre está condenado a la negación de la trascendencia del alma.

La cita es de Juan Villoro: “Los habitantes de Comala son tan pobres, están tan desposeídos, que ni siquiera tienen derecho a que les suceda algo”, ni siquiera les sucedía algo en vida, estaban absortos en su rutina y ni siquiera tienen derecho a que les suceda algo en muerte, no tienen derecho al más allá.

Pobreza y condenación: las dos cualidades que definen a los personajes rulfianos.

Pedro Páramo dista de un análisis antropológico del México rural, es mucho más que la transcripción de la oralidad pueblerina. Pedro Páramo es una composición literaria que trasciende los límites de la ficción y el suspenso. Se exime del uso de monstruos y velas en candelabros dispuestos en pasillos horridamente antiguos para causar terror. El terror es el de la condena al eterno suplicio, la condena al ruego por un rezo que no llega. El suspenso de Rulfo es el del pueblo convertido en fantasma, no el fantasma que aterroriza al pueblo. Por eso Rulfo es tremendamente innovador y moderno. Porque su género es auténtico. Su prosa no rebusca en los confines del idioma, ni siquiera al sinónimo apela. Poco le importa la redundancia del término en un mismo renglón, usa con tal maestría las palabras coloquiales que inventa una música en sus redundancias. Reinventó el lenguaje a partir de la oralidad pero en una prosa impensable en el campo mexicano. Para Juan Villoro (en una eximia cátedra acerca de literatura e historia en El Colegio Nacional), Rulfo utiliza el lenguaje desde la escasez para producir abundancia de sonido.

Este es el prodigio de Rulfo: el léxico pobrísimo que construye una prosa maestra.

La voz sacude los hombros. Hace enderezar el cuerpo. Entreabre los ojos. Se oyen gotas de agua caer de la destiladera sobre el cántaro raso. Se oyen pasos que se arrastran…

Y el llanto, entonces oyó el llanto. Eso lo despertó: un llanto suave, delgado, que quizá por delgado pudo traspasar la maraña del sueño, llegando hasta el lugar donde anidan los sobresaltos.

Se levantó despacio y vio la cara de una mujer recostada contra el marco de la puerta, oscurecida todavía por la noche, sollozando.

¿Por qué lloras, mamá? –preguntó, pues en cuanto puso los pies en el suelo, reconoció el rostro de su madre.

–Tu padre ha muerto –le dijo.

Juan Rulfo fue un escritor valiente y arriesgado, en su novela Pedro Páramo, utiliza un recurso literario innovador que responsabiliza al lector en cuanto a la continuidad del relato, le invita pues a la construcción de entramados que den fluidez a la obra, deja entre párrafos un espacio vacío, listo para ser escrito en la mente del lector. De esta manera cada lector reescribe un Pedro Páramo diferente pero tejido y anclado a los mismos hilos.

Los tipógrafos de antaño llamaban a estos espacios entre párrafos “blancos activos”. Veamos:

-Estoy borracho -dijo.

Regresó a donde estaban esperándolo. Se apoyó en los hombros de ellos, que lo llevaron a rastras, abriendo un surco en la tierra con la punta de los pies.

 

[          …        ]

 

Allá atrás, Pedro Páramo, sentado en su equipal, miró el cortejo que se iba hacia el pueblo. Sintió que su mano izquierda, al querer levantarse, caía muerta sobre sus rodillas; pero no hizo caso de eso. Estaba acostumbrado a ver morir cada día alguno de sus pedazos. Vio cómo se sacudía el paraíso dejando caer sus hojas: «Todos escogen el mismo camino. Todos se van.» Después volvió al lugar donde había dejado sus pensamientos. -Susana -dijo. Luego cerró los ojos-. Yo te pedí que regresaras. . .

Antes de su única novela, Juan Rulfo ensayó con una colección de cuentos, en El llano en llamas, los compila, los reúne pero no los asocia. Giran todos en torno al campo, al campesino, a la siembra, a la cosecha, a la disputa entre compadres, al absorto del paisaje seco, amplio, desolado. Desolación y tristeza bien resguardada entre el lenguaje divertido de los pecadores. Un repique de campanas ante la feligresía que gusta de las anécdotas de la gente humilde para voltear a ver al país que se empeñaron por esconder y que bien guarecido quedó del tránsito pos moderno del México tecnócrata.

De manera concienzuda, Juan Rulfo dedicó sus contemplaciones del campo mexicano a la fotografía, fue un gran retratista del paisaje rural durante excursiones y montañismo. El británico Andrew Dempsey y  Daniele De Luigi de nacionalidad italiana, tuvieron acceso a las casi seis mil fotografías tomadas por Rulfo y en cooperación con la fundación del mismo nombre y la editorial RM han realizado exposiciones de partes destacadas del acervo.

Grupos étnicos, paisajes naturales, montañas, arquitectura religiosa y ruinas arqueológicas destacan en la vasta colección fotográfica. Sin duda una pasión y vocación por el territorio nacional impulsaban a Rulfo a imaginar en la creación literaria y a capturar la realidad en la fotografía. De una sensibilidad extraordinaria, una gran capacidad de observación y audición Juan Rulfo se ha convertido en el creador de realidades más sobresaliente de la literatura en español.

No por nada el escritor japonés y Premio Nobel de Literatura  Kenzaburo Oé declaró varias veces en México y España que había visitado México por dos años para aprender el idioma y conocer el país que había dado al mejor escritor del mundo. De igual forma, Günter Wilhelm Grass, narrador germánico dijo: “Cuento a Juan Rulfo entre los dos o tres mejores escritores que he leído”.

Nada puede durar tanto,

no existe ningún recuerdo

por intenso que sea,

que no se apague

Me atrevo a decir sin temor a equivocarme y bajo el riesgo latente de que el fantasma de Rulfo me ofrezca un paseo por su Comala, que en este último fragmento nuestro querido escritor y fotógrafo de realidades laceradas se ha equivocado. Porque el recuerdo de Rulfo, de sus personajes, de sus veredas, de sus nunca extintas llamas en el llano no se olvidan. Si hay recuerdos que perduran tanto. Si hay recuerdos que no se apagan. Si hay memoria perpetua para hombres y obras como Rulfo y sus realidades inventadas.

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