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Tiempo de lectura – José Emilio Pacheco: El fotógrafo literario del México hoy inexistente

 

Eduardo Pineda VillanuevaCiudadano del mundo 

México

ep293868@gmail.com

 

José Emilio Pacheco: El fotógrafo literario del México hoy inexistente

 

En un mundo erizado de prisiones

Sólo las nubes arden siempre libres.

 

No tienen amo, no obedecen órdenes,

Inventan formas, las asumen todas.

 

Nadie sabe si vuelan o navegan,

Si ante su luz el aire es mar o llama.

 

Tejidas de alas son flores del agua,

Arrecifes de instantes, red de espuma.

 

Islas de niebla, flotan, se deslíen

Y nos dejan hundidos en la Tierra.

 

Como son inmortales nunca oponen

Fuerza o fijeza al vendaval del tiempo.

 

Las nubes duran porque se deshacen.

Su materia es la ausencia y dan la vida.

 

Seguro estoy que en Nubes al igual que en el resto de su obra poética, José Emilio Pacheco nos recuerda la naturaleza misma del poeta, del que contempla todo haciendo uso desmesurado de todos los sentidos para observar todas las formas, todos los espacios y las infinitas posibilidades entre ellos. El poeta es el espectador de su mundo pero un actor también y un tramoyista: es, la obra completa y cada una de sus partes en una amalgama más allá de una simple suma. El poeta, estrictamente representado en Pacheco, es la complejidad de la creación literaria en breves renglones recogida.

La sensibilidad es innata, la capacidad creativa: un don. La técnica, con tanta maestría pulida y afinada: el producto de la lectura y estudio persistente, constante, audaz y decidido. José Emilio Pacheco es un escritor heredero de la tradición literaria mexicana que narró su mundo en métricas perfectas, con celosa ortografía y con una excentricidad de la estética en el uso de su amplísimo lenguaje sin igual. Es el autor que hoy invade mi pluma y tiñe mi tinta para invitar a su lectura, misma que resulta en una cata literaria. Así como el vino se disfruta con todos los sentidos, así la obra de José Emilio y sus constantes transportaciones al imaginario colectivo de un país que ha dejado de existir pero, que resultó de aquel que construyeron las letras mexicanas hoy cada vez más difíciles de resurgir. Me aventuro a afirmar que en la obra de Emilio Pacheco podemos ver el último renacimiento de la poesía mexicana.

 

El misterioso día
se acaba con las cosas que no devuelve

Nunca nadie podrá reconstruir
lo que pasó ni siquiera en este
más cotidiano de los mansos días

Minuto enigma irrepetible

Quedará tal vez
una sombra una mancha en la pared
vagos vestigios de ceniza en el aire

Pues de otro modo qué condenación
nos ataría a la memoria por siempre

Vueltas y vueltas en derredor de instantes vacíos

Despójate del día de hoy para seguir ignorando y viviendo.

 

Tal vez aquel “seguir ignorando y viviendo” era una práctica deseada en José Emilio, a él le tocó presenciar la pérdida de la ciudad, el modernismo golpeando la tradición de un  país, el arrebato de las formas, la dilución de la región más trasparente que alguna vez narró Carlos Fuentes, la embestida de la tecnología, la  ridícula deformación del lenguaje, la escasez educativa (no la escasez de escuelas, si no de contenidos), la deformación del concepto artista, el abandono de la imaginación en las generaciones nacientes. ¿Cómo soportar el lapidario peso de la modernidad sobre la poesía? Sólo Emilio Pacheco y su generación (Pitol, Monsiváis, Fuentes, Poniatowska, Gelman, etc.) lo sabían. Y sus secretos los dejaron ocultos en su prosa y sus versos.

Llevar la fotografía literaria de un México derrumbado que se intentaba reconstruir frente a su mirada profunda tras los gruesos anteojos, fue la tarea de Pacheco al abordar el ensayo y el relato. En sus años de estudiante no fue un niño más que disfrutase con juegos comunes, Emilio observaba su entorno y lo guardaba dentro de sí para hacerlo explotar años después en su obra literaria. Las batallas en el desierto, hoy por hoy es un clásico de la literatura hispana, nos retrata la Ciudad de México en la segunda mitad del siglo XX y nos relata también el absorto de un niño enamorado, de un niño estaqueado en la mitad del patio -dijera Julio Cortázar. De un niño atónito frente al sentimiento que construye y deconstruye nuestra realidad más humana. Es una mezcla de sociología y literatura en breves páginas de fácil  y fluida lectura, es un retrato de la Ciudad perdida con ánimos de retocarse.

Esa Ciudad hoy ya no existe, se sobrepobló aún más de lo que el escritor hubiese imaginado, se saturó, de personas, de construcciones, de contaminación, de sueños perdidos y diluidos entre el humo de los motores, entre el ruido agrietado de la metrópoli bulliciosa. Hay prisa por llegar a ningún lado, la gente camina rápido, acelera, toca la bocina del automóvil, corre sin fundamento. Era la prisa del siglo XX que terminaba y la que jamás se sospechó sería tan atroz en el XXI. La ciudad de los palacios, de las fachadas virreinales, de la gran plancha del zócalo que era parque y ya no, de las iglesias, de los adoquines alfombrando sus arterias, esa ciudad ya pertenece al recuerdo. Ahí están los palacios y los adoquines, pero ya no hay personas que los contemplen, ya no hay escritores que poeticen su mundo, nuestro mundo.

Emilio Pacheco lo vio también y le preocupaba, poseía un pesimismo profético, lamentable e invariablemente profético. Era un hombre inteligente, culto, letrado. Pero todo hombre inteligente, culto y letrado sufre la pérdida de la ciudad y la pérdida de la capacidad contemplativa en sus habitantes.

 

No amo mi patria
su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques, desiertos, fortalezas,
una ciudad deshecha, gris monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
y tres o cuatro ríos.

 

El escritor que hoy nos ocupa dedicó gran parte de su energía a la traducción; en ese renglón se condujo exacerbando la obstinación por la perfección, no cualquier palabra se relaciona biyectivamente con otra de otro idioma, no. Es necesario buscar la palabra precisa, la única posible, y, si no se le encuentra, no es porque no exista, es porque no la conocemos, pero está ahí, en algún rincón de nuestro lenguaje. Contaba Cristina Pacheco, su viuda, que una de las traducciones de José Emilio tardó cuarenta años en terminarse por una palabra (una flor) que no encontraba, y después de las cuatro décadas, cuando al fin la encontró dijo: “ahora si ya puede publicarse”. Nadie exigía a Pacheco la perfección más que él mismo. En el ensayo, la poesía, la novela y las traducciones José Emilio fue el más duro crítico de sí mismo. Siempre puede haber una palabra exacta, correcta.

José Emilio Pacheco es el poeta de los otros, el que inicia el poema que sus lectores terminaremos, el complemento de las sensaciones, de las voliciones, la ante sala de los sueños, el hacedor del espejo de todos. Nos leemos en cada verso de él. Nos sabemos vivos porque encharcamos los párpados tras sus letras y sus signos de puntuación, porque se nos eriza la piel desde el título y hasta el punto final. Veamos.

 

No tengo nada que añadir a lo que está en mis poemas, dejo a otros los comentarios, no me preocupa si aún no tengo mi lugar en la historia. Tarde o temprano a todos nos espera el naufragio. Escribo y eso es todo, escribo. Doy la mitad del poema. Poesía no es signos negros en la página blanca, llamo poesía a ese lugar de encuentro con la experiencia ajena. No leemos a otros, nos leemos en ellos. Me parece un milagro que alguien desconocido pueda verse en mi espejo, si hay un mérito en esto, dijo Pessoa, corresponde a los versos, no al autor de los versos. Usted que me ha leído y no me conoce, no nos veremos nunca pero somos amigos, si le gustaron mis versos qué más da que sean míos, de otros, de nadie, en realidad los poemas que leyó son de usted,

usted es el autor que los inventa al leerlos.

Y remató enfatizando su vocación y su no lograda renuncia a la gloria:

Elegí ser escritor y a estas alturas aún soy un aprendiz que no sabe de su trabajo y para quien cada página es de nuevo la primera y puede ser la última. La literatura es la más solitaria y la más colectiva de las artes.

 

El sentido de la poesía es hacer que mis palabras sean tu voz, por un instante al menos.

Está hecha pues la invitación a leer, releer y encontrarse así mismo en José Emilio. A descubrir la capacidad contemplativa de cada uno de nosotros en sus concepciones del mundo. Invitación sin datar el evento, el evento es cualquier día, mirando cualquier cosa.

La dicha del poeta que nace en cada lector de poesía es la dicha de transformar en sublime lo mundano.

 

…Las nubes duran porque se deshacen.

Su materia es la ausencia y dan la vida.

Tras su muerte en 2014, José Emilio Pacheco se sublimó como una de sus nubes, es una nube. Y durará porque se deshizo; hoy, su materia es la ausencia y en cada una de sus letras nos da la vida.

Y nos dejó tras de sí, en la frente, impresos los signos de puntuación de su pregunta póstuma que sólo sus lectores podrán acaso responder:

¿Qué va a quedar de mí

cuando me muera

sino esta llave ilesa de

agonía,

estas pocas palabras con

que el día,

dejó cenizas de su sombra

fiera?..

 

 

 

 

 

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